Por Mariana Conde
Platicando hace días con otras mujeres sobre temas de maternidad, una de ellas anunció que se quedaría con un solo hijo debido a ciertas condiciones de salud por las que estaba pasando. Me pareció comprensible y me sorprendió la reacción de algunas: ¿y por qué no se hacen tratamientos?, ¿O vientre de alquiler?, ¿Por qué no in vitro? Como si el cuerpo ya doliente de mi amiga pudiera soportar una metralleta de hormonas, y como si todo aquello fuese lo más sencillo, natural y accesible para cualquier persona.
Tal vez, al haber pasado sin éxito por ese camino, tengo una perspectiva distinta y hoy puedo afirmar que no me atrevería a sugerir a nadie someterse a un tratamiento de fertilidad.
Para empezar, tengo la impresión completamente infundada de que —como con la cesárea— se abusa de su uso. Más de una decena de amigas o conocidas, al no conseguir embarazarse en el segundo año de matrimonio, cuando tenían apenas 24, 25 o 26, optaron por esa ruta; parejas en la plenitud de su edad reproductiva y con mucho tiempo para seguir intentando, pero que, guiadas por su ginecólogo —y tal vez sus miedos, preocupación, la presión social— decidieron que eso es lo que se tenía que hacer. Seguramente varias de ellas no hubieran logrado concebir sin intervención médica, la cual resultó una bendición en sus casos. Y es, por supuesto, innegable que cada vez más parejas de cualquier edad necesitan ayuda para quedar embarazadas; la creciente tasa de infertilidad mundial en adultos, que la OMS calcula en un 17% (y que en México el INEGI estimó en 2010 que padece un 12% de mujeres en edad reproductiva), es más que prueba de ello. Pero me pregunto si algunos no nos precipitamos a soluciones extremas ante la amenaza de no lograr nunca ser padres o, incluso, de no cumplir las expectativas de nuestra pareja, nuestros padres, nuestros pares.
En segundo lugar, está el costo prohibitivo de la tecnología médica en fertilidad, que se vuelve un verdadero juego de azar y probabilidades. No pega a la primera, no pega a la segunda, y para la tercera ya te empiezas a cuestionar si funcionará, pero ya estás demasiado invertido para claudicar. Y con eso de que ser madre/padre no tiene precio (¡la insensatez!), como ludópata en Las Vegas te vas convenciendo de que la siguiente ronda será la buena.
Por último, pero primero en importancia, al menos en mi experiencia con tres distintas eminencias de la fertilidad, los doctores hablan mucho de alcanzar el sueño y poco de los riesgos asociados. Cierto, te explican los inmediatos: que te puede doler la cabeza, sentirte débil, mareos, náusea, incluso el indeseable síndrome de hiperestimulación ovárica cuyos síntomas más graves, según la Clínica Mayo, pueden llegar a: rápido aumento de peso de más de un kilo diario, dolor abdominal intenso, vómitos graves y persistentes, coágulos sanguíneos. Sin embargo, ninguno se detuvo a desmenuzarme la letra chica, llena de posibles consecuencias indeseables a largo plazo como un riesgo mayor de padecer cáncer cervicouterino y, en menor medida, de mama; la disminución general de la fertilidad, menopausia adelantada y, posiblemente, osteoporosis.
Regresando a los efectos secundarios “leves”, creo que es un error minimizarlos; en particular, se habla muy poco o se obvian las afectaciones sobre nuestro “humor”. Algunas fuentes reconocen que, al tratarse del uso de hormonas, puede afectarse el estado anímico de las mujeres, causando ansiedad, depresión, irritabilidad o cansancio, síntomas que “suelen desaparecer después del proceso”. Sin embargo, bombardeo sobre bombardeo de hormonas se va acumulando en el cuerpo y, en mi caso, llegó un momento en el que ya no sabía quién era. Sentía tal desgano e indiferencia ante todo, que no estaba siendo buena madre siquiera para la hija que ya tenía, ni qué decir esposa, colega, socia, amiga. Lo más duro fue que, al no estar advertida de los posibles efectos en salud mental, yo, además de deprimida, me culpaba por haberme vuelto floja, por no querer lo suficiente a mi hija para jugar más con ella, por no ser una buena compañera que espera al marido para cenar juntos y, en lugar de eso, caía rendida antes de las nueve de la noche. Del trabajo ni hablemos: algo que me encantaba, me entusiasmaba, se volvió un fastidio y la última de mis prioridades; no sé cómo pude mantenerlo a flote tanto tiempo y hoy entiendo que tuve suerte al encontrarle una salida digna y responsable.
En resumidas cuentas, por el inciertísimo objetivo de tener otro hijo, estaba sacrificando todo lo que me importaba en la vida, incluyendo de paso mis convicciones, siendo yo una fiel creyente en que no podemos tenerlo todo, que haber dejado la maternidad para después a cambio de otras cosas lleva su costo y que, en resumidas cuentas, nunca es buena idea meterse fregaderas en el cuerpo.
Principalmente, me estaba perdiendo a mí misma. Apenas hace unos meses caí en la cuenta de hasta qué grado. Revisaba viejos textos incompletos y me topé con uno de aquella época, el cual había titulado “Zombi”, y tras leerlo terminé de entender mejor cómo viví esa etapa de mi vida:
“Soy esposa.
Soy mamá.
Soy mamá de una niña de 3 años.
Soy hija.
Soy fundadora de una asociación de ayuda.
Soy hermana.
Soy escritora, no escribo ya casi nunca.
Soy directora de mi propia compañía,
que no parece ir a ningún lado.
Soy mentora, soy alumna. No soy nada, no sé nada.
Hago muchas cosas, pero casi siempre no hago nada, o no hago nada bien.
O, sí, algunas cosas las hago bien, pero no me enorgullezco de ellas: Compro, veo tele, leo un poco, como… eso me sale bastante bien.
A veces me gustaría tener de nuevo un trabajo de 9 a 5, un escritorio al que rendirle cuentas cada mañana, no tener tiempo de nada. Hacía tanto cuando no tenía tiempo de nada.
Pienso en Mara, y merece más de lo que le doy hoy, de lo que soy hoy: alguien flojo que trabaja y saca pendientes cuando cierto humor diligente la atrapa, pero que sueña con echarse frente a la tele a ver y comer basura de una bolsa de celofán. Que inventa trabajo para encerrarse en su cuarto a leer mientras la niña va al parque con una amable niñera.
¿Cómo llegué aquí? Yo era, soy, una persona de acción. Me gusta tener proyectos, logros; me gusta juntarme con gente y discutir, avanzar, construir cosas que antes no estaban. Debo enfocarme en lo que sé que soy y volver a serlo, esa soy yo en verdad, no la que se deja nublar el humor por la pereza y dejadez. Soy la que ven los demás, la que creo ser; la que hace ejercicio, yoga, educa a su hija, escribe, mueve, organiza cosas, funda su empresa, cocina, se divierte, contribuye, trabaja, hace dieta. Quiere. Puede.
Esa tengo que ser, no la que mi zombi quiere jalar hacia abajo para rendirse a la convicción de que no hace ni puede nada. Ella no puede ganar.”
Quisiera abrazar a mi yo de hace diez años y consolarla, explicarle que no está loca, pero que algo la está enloqueciendo. Me dan ternura sus últimas líneas, en las que con patadas de ahogado intenta salir del agujero oscuro en el que no se da cuenta cómo cayó. Si a esa que era entonces le hubieran preguntado si estaba bien, habría hecho oídos sordos a sus demonios y respondido que mejor imposible. La verdad es que solo volví a estar bien cuando dejé los tratamientos.
¿Eran “mi zombi” las hormonas que me inyectaba? Sin duda.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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