Document
Por Mariana Conde

Cuando era niña pensaba que México era el mejor país del mundo. Lleno de color, riqueza natural, gente alegre y amable; de calidez, oportunidades, una comida inigualable, picardía y sagacidad y se lo decía a cualquier extranjero que quisiera escucharlo. Que los gringos eran desabridos e ingenuos y que no se enteraban de nada, tal vez por las múltiples comedias americanas babosas que, por tener clasificación A, me dejaban ir a ver al cine. Hoy, sigo pensando todas esas cosas de México, menos que sea “el mejor país del mundo”. El crecer me ha abierto de forma dolorosa los ojos a una realidad de un país que, a pesar de tenerlo todo, por nuestra desorganización, falta de sentido de comunidad y de consecuencias, así como por la desigualdad, la corrupción, el crimen e inseguridad insostenibles de hoy, lo hacen un país menos que perfecto. 

En mi niñez las amenazas eran externas, no próximas. Vivíamos bajo el suspenso de la guerra fría y en el puño de dos potencias que podían volverse locas y desatar la guerra atómica. Recuerdo que en las noches mi mamá se sentaba en mi hamaca a mecerme y a rezar; juntas le pedíamos a Dios que le diera inteligencia y humanidad a los líderes de ese orden mundial y alejara sus sabias manitas del botón nuclear que yo imaginaba así, de forma literal, rojo y empotrado en un escritorio como en alguna película de James Bond. Yo le tenía pavor a la parte del credo que rezaba y su reino no tendrá fin, y creo que era más bien porque tenía miedo de que se acabara el reino de este mundo (robando la frase a Carpentier). 

Temíamos también a las devaluaciones, la nacionalización de la banca y a que nuestro dinero de la noche a la mañana adquiriera un valor similar al de los billetes de la lotería Montecarlo, lo cual sucedió en más de una ocasión. 

Hubo ratos de gran esperanza, como cuando cayó el muro de Berlín o cuando se firmaba algún tratado internacional de cuidado al medioambiente, lo cual nos daba la falsa expectativa de que las guerras acabarían, que la humanidad había al fin aprendido su lección, que seriamos mejores de lo que en realidad hemos resultado ser. 

En casa el piso era bastante parejo, se esperaba que todos nos esforzáramos en la escuela para poder aspirar más adelante a estudiar la carrera de nuestra elección (claro, mejor que fuera algo útil como una ingeniería o negocios) y ganarnos la vida.  Por otro lado, de manera implícita, se esperaba que fuera yo la que ayudara a mamá a levantar la mesa, a lavar los platos y “atender” a mi papa; eventualmente, mi domingo se volvió menor que el de mis hermanos que tenían que ser caballerosos y pagar las cuentas de sus enamoradas. Hoy veo que la cosa era tan pareja como podía esperarse en una Mérida de los ochentas.

SUSCRÍBETE PARA LEER LA COLUMNA COMPLETA…

Mujeres al frente del debate, abriendo caminos hacia un diálogo más inclusivo y equitativo. Aquí, la diversidad de pensamiento y la representación equitativa en los distintos sectores, no son meros ideales; son el corazón de nuestra comunidad.