Por Mariana Conde*
Mi papá ha recibido su buena dosis de reconocimiento en diversas etapas de la vida: como directivo bancario, como empresario y líder ganadero. Lo felicitan también por cualquier logro nuestro, hijo de tigre pintito, y esas cosas. Todo bien merecido, es un gran hombre y ha sido un gran padre.
Por el contrario, mi mamá –como tantas de su generación– ha de ser uno de los talentos históricamente menos reconocidos. Un talento que no se educa en una universidad y no se reconoce con un ascenso. Mamá, graciosa, sociable, cariñosa, buena amiga, generosa, dura también, es una señora calzonuda cuyo gran pecado ha sido tal vez la excesiva modestia. Nunca ha buscado el reconocimiento por nada y tristemente nunca lo ha recibido.
Hasta hoy.
Esta mujer huérfana de madre, cuya ambición de estudiar diseño en los Estados Unidos fue truncada por su sobreprotector padre soltero cuando éste se dio cuenta de que eso podría significar que ella nunca regresara, tomó cada golpe en la vida con una filosofía hakkuna matata que le daría envidia a Simba.
Tuvo que conformarse con un grado de secretaria bilingüe –el inglés lo habla como nativa– y con ser refundida como cajera en el almacén familiar junto a su abuelo; y puso ante lo que viniera, buena cara.
Se casó a una edad normal para aquel tiempo y nos tuvo a los tres. Nos educó con inteligencia, cariño y a veces –pocas– la consabida chancla. Casi sola en los primeros años, porque papá trabajaba mucho y viajaba también.
Cuando yo le preguntaba si no fue difícil crecer sin mamá, ser enviada a los nueve años a vivir a los Estados Unidos con su tía porque el abuelo no confiaba en poder ayudar a crecer a una mujer, ella siempre contestó: pero mira ahora, soy la niña de la flor de calabaza, queriendo decir que era muy afortunada. Nunca he sabido de dónde sacó aquella expresión pero por su forma de decirla se entendía perfecto.
En apariencia señora sin más preocupación que acomodar los cojines de la sala para que se vieran bonitos, hacía maravillas con el ingreso familiar para que tuviéramos la mejor educación, actividades extracurriculares, vacaciones y una mesa donde los amigos de todos eran bienvenidos.
Siempre hubo un negocio aparte del empleo de papá, un rancho, que era su sueño y que iban fomentando con los ahorros. Mi mamá, sin tener cargo alguno de manera formal, administraba las cuentas, manejaba la chequera, llevaba con su dedicación de libanesa la lista de quién les debía y a quién había que pagarle y aleccionaba a papá sobre cómo ir a pedir o exigir algún asunto, ya fuera cobrar el pago de un becerro o solicitar alumbrado para la carretera al rancho.
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