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Por Mariana Conde*

Rosaura cuelga el teléfono sin despedirse, se quedó sin palabras. Es 15 de agosto y la llamada que acaba de recibir le informa que la escuelita en la que por dos años Daniel había sido tan feliz ha sido clausurada por la delegación, o ¿ahora se dice Alcaldía? En cualquier caso, a dos semanas de comenzar el ciclo escolar, esto es un problema. En este, es casi una tragedia. Les había costado años de pruebas, cambios, rechazos y malos tratos, encontrar al fin un lugar para Daniel de cinco años, con síndrome de Down. Ahora que tiene siete, los preescolares dicen que está muy grande y las primarias que no está preparado. Y por supuesto, por encima de todo, que “no están preparados para recibir un niño así”.

Hay lugares especializados, centros de terapias, escuelas especiales. Rosaura y su esposo no quieren eso, desean que su hijo pueda ejercer su derecho a la educación inclusiva, prometido en la propia Constitución del país, pero escasamente cumplido. Tienen quince días para encontrar eso que por décadas ha eludido a los padres de personas con discapacidad en México.

Mauro, padre soltero de tres hijos que trabaja de supervisor en una fábrica de cartón, no sabe qué hacer. La directora de la primaria a la que acude Adelita, su hija con cierta inmadurez neuronal que ningún médico ha podido diagnosticar por completo, le ha puesto como condición para recibir a la niña este año que contrate una maestra de apoyo. Si bien sus otros hijos van en escuelas públicas, Mauro paga a duras penas la colegiatura de Adelita a quien cambió a este colegio después de experiencias desastrosas en otros. ¿Cómo pagar una “sombra” que cuesta entre 9 y 16 mil pesos al mes?

Los padres de Josefo, joven con autismo, han agotado sus opciones. Terminada la secundaria, no pudieron encontrar una prepa que aceptara a su hijo. A estas alturas ya no les importa el certificado o título y solo pedían que su chavo pudiera continuar estudiando, que tuviera un quehacer rodeado de muchachos de su edad, seguir retando sus habilidades. Fue inútil, con uno u otro pretexto, su propia escuela y varias más le cerraron las puertas. A Josefo le gustan las matemáticas y las computadoras, no le atraen las actividades artísticas, de gastronomía o capacitación en intendencia que ofrecen centros de desarrollo para personas con discapacidad intelectual, por muy buenas que sean. Parece que la única opción para él será tomar clases particulares en sus áreas de interés, lo cual lo aislará aún más de sus pares y de las oportunidades de integrarse a la sociedad.

Esta es la realidad, que se hace más tangible cada mes de septiembre, de los millones de familias con niños y jóvenes con discapacidad en México. Rogar, preocuparse, exigir, amenazar, en la búsqueda de un derecho inscrito desde hace más de un siglo en nuestra carta magna, uno que para el resto de la población, si bien no tiene la calidad deseada, es tan natural como ir al parque o recibir sus vacunas.

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