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Por Mariana Conde

Una vez más, la comunidad de la discapacidad es noticia. No porque en el informe se anunciara la cobertura universal de cuidados y rehabilitación, ni porque cada escuela tenga al menos un 16% de alumnado con discapacidad. Mucho menos porque vayamos a enviar un número histórico de atletas paralímpicos a la siguiente olimpiada.

Como cada cierto tiempo, somos trending topic porque alguien metió la pata. Esta vez fue la titular de la Unidad de Derechos Humanos del IMSS, Marcela Velázquez Bolio, quien dando grandes muestras de creatividad taxonómica se refirió a los niños y niñas con discapacidad como una “macro fauna carismática”. No vale la pena aquí aclarar el contexto o las supuestas intenciones de tan ilustrativo término y no aludiré a su igualmente desafortunada disculpa después de ser exhibida, la cual como es frecuente en estos casos, parece más una justificación. 

No existe forma aceptable de utilizar el término fauna en referencia a un conjunto humano. Mucho menos en un mundo donde no hace muchas décadas las personas con discapacidad eran tratadas precisamente como animales, como fenómenos de circo, sujetos de caridad callejera o que requerían ser domados y mantenidos en cautiverio. Aún hoy día se escucha sobre atrocidades de este tipo. 

El lenguaje importa, tiene peso y es ontológico: crea y cambia realidades. Basta con preguntar a cada colectivo que a través de la historia ha peleado –y lo sigue haciendo– por quitar etiquetas erróneas y dañinas que distorsionan la manera en la que son percibidas por la sociedad, para dimensionar en qué medida la forma como se habla sobre cierto grupo o individuo define la forma en que se le mira, mirada que es justo la que muchos trabajamos por cambiar. 

Las palabras tienen su significado y quien las usa es responsable de lo que comunica, en especial cuando se trata de una servidora pública que además está en una posición en la que debiera estar abonando a los derechos y percepción de minorías y no lo contrario. 

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