Por Mariana Conde
Aquel hombre y aquella mujer no pensaban tener hijos. O más bien, ella no pensaba tenerlos y él le siguió el juego. Ambos tenían carreras prometedoras y demandantes, una vida feliz y despreocupada, salud y una gran devoción mutua. Dedicados a sus respectivas profesiones, se casaron a una edad mayor a lo común y ella había llegado a la conclusión que los niños ya no serían parte del plan.
Un par de años después de casados, aquella mujer entendió que había subestimado lo importante que era para aquel hombre ser padre. Inquieta, porque consideraba que para que su matrimonio durara ambos tenían que tener al menos eso que para cada uno era no negociable, decidió abordar el tema. No es que él se lo hubiera pedido de manera explícita, pero ella se daba cuenta por la forma como él reaccionaba cuando alguna pareja amiga anunciaba que esperaban un hijo, o por su manera de mirar familias jóvenes en el parque.
Aquella mujer decidió agarrar al toro por los cuernos, invitó a su esposo a cenar y le preguntó qué proponía. Hombre de palabra, él dijo al inicio que nada, que él no iba a romper el pacto de “no hijos" al que se había comprometido antes de casarse. Pero siguieron platicando, esa y otras noches hasta que ella se dio cuenta de que sus miedos eran menores que las ganas de él y decidieron intentarlo. Para su completo asombro y pánico, muy pronto quedó embarazada.
Una vez superado el susto, fue un embarazo feliz y sin novedades. Llegado el quinto mes preguntaron al ginecólogo si era necesario hacerse estudios adicionales y puesto que todo se veía bien en el ultrasonido estructural, acordaron que no.
Dos cosas le hizo prometer a aquel hombre: 1. Que no pedirían a nadie opinión sobre el nombre; y 2. Que llegado el momento, irían al hospital a dar a luz solos, ese momento sería de ellos tres y nadie más, lo cual en México puede resultar un poco extraño. Ella había estado en salas de espera de varios niños por nacer de amigas o parientes, y en infinidad de cuartos de hospital conociendo bebés de un día de nacidos junto con una multitud de visitantes que conversaban y comían botana.
Partieron de una lista de cinco o seis nombres y al final les costó trabajo elegir entre Sabina –nombre de la nana de la madre de ella a la que aún ve en sus sueños– y Mara, que siempre le había encantado por ser el apodo con el cual la llamaba su papá dentro de casa. Se decidieron por Sabina, no recuerdan por qué.
Poco después, y tras horas infructuosas de labor, sacaron a la bebé de su cálido limbo por cesárea. En seguida se la pusieron en el pecho y aquella mujer de inmediato notó “algo”. “Mira, qué chinita”, dijo una enfermera y antes de caer dormida por la anestesia y el agotamiento ella pensó: sí, muy chinita.
Una hora después despertó en la sala de recuperación y la subieron al cuarto. Aquel hombre salió a recibirla y, mientras los enfermeros conducían la cama rodante hacia el interior, su mujer le preguntó:
–¿Está normal la nené?
–Ella está muy bien.
–No pregunto si está bien, pregunto si está “normal”.
Aquel hombre no pudo aplazarlo más y dijo con voz quebrada:
–Tiene síndrome de Down.
No hay gran claridad de lo que pasó después, solo se sabe que lloraron mucho. Se abrazaron sabiendo que solo uno podía consolar al otro; a ella le dolió esa hora que pasó él sólo con el diagnóstico sin poder decirlo a nadie mientras ella seguía en la felicidad de su ignorancia, sumida aún en los efectos de la anestesia.
Aquella mujer no terminó de creer lo que les estaba pasando y sintió un deseo irracional de echar el tiempo atrás, de que se repitiera todo y alguien corrigiera el error: ¡Corte! No chavos, la escena no salió bien, tomamos desde arriba desde la sala de labor: Mamá, puja fuerte, sale la niña, suben al cuarto. Papá, le dices que está perfecta, cada cromosoma con su par, todo en su lugar. ¿Listos? ¡Toma dos!
Un rato más tarde subió el pediatra para explicarles un poco y llevaba consigo, a manera de escudo o arma secreta, a otro médico, una genetista. Ella, en lugar de hablarles en tono de velorio sobre todo lo que podía salir mal con su nueva hija, habló de todo lo que podría salir bien. No es que sintieran que las cosa estaba solucionada pero, dentro de su dolor, pudieron ver un lado menos turbio.
Cuando se fueron los médicos entró una enfermera cargando un capullo de colchas rosas dentro del que estaba la recién nacida. Se la puso en el pecho a aquella mujer para que amamantara, la beba dio dos chupetones y se quedó dormida con un hilo de leche chorreando de la boquita que no dejaba de moverse, succionando su propia lengua que asomaba un poco.
Aquel hombre y aquella mujer admiraron a su hija y casi sin pensarlo decidieron que tenía más bien cara de Mara.
Cuando nació nuestra hija Mara con síndrome de Down en 2012, no estábamos preparados. Ni para ser padres, ni mucho menos para serlo de una criatura con discapacidad; tampoco para migrar de pronto a un universo del que nadie de nuestro entorno hablaba, es decir, para ser arrancados de golpe de nuestro mundo “normal” y convertirnos en el acto en ciudadanos de un planeta ignoto .
Enseguida, conocidos y amigos comenzaron a referirnos con amables extraños que se volvieron de inmediato compatriotas. Luego nos familiarizamos con el catálogo de especialistas, terapeutas y toda la gama de profesionales de la salud y el neurodesarrollo que nos serían indispensables.
No tardaron en llegar las recomendaciones de páginas web, seminarios y libros sobre el tema. Yo me incliné por la información técnica, científica, de terapias y estrategias. Tal vez fue una combinación de prisa y utilitarismo la que me hacía buscar solo aquello que me brindara un método, tareas, pasos prácticos para conseguir el mejor desarrollo posible de Mara sin perder el tiempo. Tardé un poco más en abrirme a la riqueza de las historias personales de quienes estaban pasando por lo mismo que nosotros sin saber qué ahí encontraría mi verdadero camino. Pienso que inicialmente entró en juego un rechazo y un temor a identificarme con la que se convertiría en mi nueva tribu. Una cosa es amar profundamente a ese pequeño ser y estar dispuesta a hacer todo lo humanamente posible por su bienestar, y otra, aceptar que mi destino cambiaría para siempre hacia rumbos desconocidos y abrumadores y que perdería a la que había sido yo hasta entonces.
Y así ha sido, nunca volví a ser la misma. Y aprendí que eso, lejos de ser algo malo, dio nueva textura y riqueza a mi vida, así como una forma de dicha más consciente, tal vez incluso más profunda, que no hubiera imaginado.
Octubre es el mes de la conciencia sobre el síndrome de Down.
Si tú o alguien cercano tiene un hijo con discapacidad intelectual y desean conocer una comunidad de familias como la suya, pueden encontrarla en: @FamiliasExtraordinarias www.familiasextraordinarias.com , contacto@familiasextraordinarias.com
*Columnista y escritora. Activista por los derechos de las personas con discapacidad. Cofundadora de la fundación Familias Extraordinarias y del colectivo literario Diletrantes.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

Comments ()