Por Mariana De Lucio Pérez*
El museo Franz Mayer trajo La gran ola de Hokusai, esa famosa obra parte de la cultura pop, pero que, como toda obra de arte trascendental, atemporalmente le habla siempre a su espectador sin importar el contexto, la locación o su era. ¿Qué tiene la estampa japonesa creada alrededor de 1830 que decirle a una mexicana de treinta y pocos en México a casi doscientos años de su creación?
Al mar siempre hay que tratarlo con respeto: da vida y la arrebata, da oxígeno y despoja de aire, da tormentas y calmas. Pero el respeto se lo ganó porque es indomable. En la obra, la ola es esa amenaza inmediata a las barcas llenas de marineros; esta no se ha roto, no ha destruido, está inamovible en el tiempo y queda a la interpretación del receptor qué pasará después, mientras la tripulación busca su salvación. ¿Morirán? ¿Llegarán a puerto seguro? ¿Naufragarán? Detrás de la amenaza, se encuentra el Monte Fuji en completa calma: esa promesa de tierra firme, de destino, de paz en el puerto, el final de la Odisea, regresar a Ítaca.
Hace apenas un año regresé a la Ciudad de México después de mis estudios. Volví a ese territorio predilecto para que Tláloc desahogue su furia mientras la ahoga en tormentas, esa ciudad construida sobre lagos que buscan su natural caudal, donde el piso firme no es más que cimientos sobre caprichos de la naturaleza que quisimos domar: agua y tierra volcánica. Pero nací y crecí aquí, y si algo sé, porque la ciudad me lo ha enseñado como herramienta de supervivencia, es la resiliencia, la adaptabilidad y, sobre todo, a vivir en el caos. Tocaba regresar con miedo, porque a pesar de que todo era conocido, también era cierto que yo ya no lo era y, peor aún, el país cambió. Tocaba reinventarme una vez más dentro de tanto cambio.
Trabajaba en el Poder Judicial de la Federación y, meses antes de mi regreso, sabía sobre la ola de discursos falsos y populistas que amenazaban su estabilidad. Para mí nunca fue una respuesta huir y desentenderme; mi trinchera era regresar a esa institución y trabajar por la democracia y los derechos humanos de mi país, más en un contexto tan complicado y polarizado. La ironía fue regresar precisamente el día en que el Senado aprobó la reforma judicial. Mi futuro no sería ya el que era, el que tenía planeado. Regresé no solo al caos de la ciudad, sino al caos político del país, y durante este año me dediqué, como chilanga con mis herramientas de supervivencia, a buscar estabilidad en el caos y a construir sobre piso inestable. Poco logré, porque hay tormentas, como lo dice el musical Los miserables, que no se pueden domar.
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