Por Marilú Acosta
Mi mamá pensaba llamarme diferente. Que lleve tu nombre, es muy bonito; y sin esperar respuesta, mi papá le dijo al juez el nombre de mi mamá y siempre me llamaron por mi hipocorístico (ὑποκοριστικός — hypokoristikós), palabra griega que significa acariciador, y se usa para el nombre de cariño o diminutivo. Cuando aprendí a hablar, me enseñaron mi nombre y apellidos, el hipocorístico por supuesto. Al escribirlo, escribía mi diminutivo. Pasaron años sin tener la más mínima sospecha que había otro nombre guardado en un libro del registro civil y que me construía a mí misma desde mi alias -lo otro en latín- cimentaba mi otredad desde la otredad.
En primaria cambié de escuela, el primer día pasaron lista, escuché mi apellido con un nombre distinto; revisé el salón para conocer a mi posible familiar, pero antes de encontrarla, me regañaron por no responder. Furiosa, les expliqué que yo no me llamaba así. Me contradijeron; ¡pregúntenle a mi mamá! Me explicaron que oficialmente tenía otro nombre. No entendí el oficialismo, estaba enojada con la ineficiencia de la nueva escuela y la necedad de mi maestra. Indignada, le conté a mi mamá la atrocidad por la que había pasado. Sí, así te llamas, me respondió. Mi otro nombre, una puñalada trapera.
Necesité mucho años para digerir esa doble personalidad y sobre todo el silencio con el cual trataron mi verdadero nombre. ¿Cómo son más verdaderas unas letras arrumbadas en una oficina de gobierno que la realidad diaria? ¿Qué es la verdad, lo legal? Tampoco, porque hay muchas mentiras consignadas en mi acta de nacimiento. Para acomodar mi verdad, pedí un cambio legal de nombre, pero para mi mamá fue la traición del rechazo. Después de tramitar pasaporte, visa, certificados escolares, título universitario, finalmente mi mamá me entendió. Bueno, cámbiate el nombre, me dijo. ¡No má, ya para qué, ahora tendría que cambiar mi persona oficial! Sentí la traición del tiempo.
Siempre me han dicho que mi verdadero nombre es bonito, deberías de usarlo, me oponía tajantemente: nada más de pensarlo me daban escalofríos. Además de dos nombres, tengo apodos distintos para diferentes personas o grupos. Ni siquiera el diminutivo de mi diminutivo fue igual entre mi familia materna y la paterna. En mi adultez, acomodé mis nombres por carrera, uno para literatura y el otro para medicina, aunque es como pintar una raya sobre el agua.
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