Por Marilú Acosta
Las sociedades tienen actividades que representan un gasto y no generan valor económico, para eso están los sistemas tributarios. El más antiguo, del cual se tiene conocimiento, tiene más de 4 mil años y es el de los Sumerios. Su impuesto bala -intercambio en Sumerio-, se recolectaba en sus provincias y dependía del tipo y cantidad de producción de cada una, podía ser ganado, pescado, grano, mano de obra y/o productos artesanales. Con estos impuestos, el Estado administraba lo civil (incluidas las obras públicas), militar y religioso; ayudando también a los “pobres”: esclavos, siervos o campesinos que perdían su cosecha. La “pobreza” Sumeria no es lo que se imaginan, pero ese es tema para otra ocasión.
Por esa época, la recaudación del Imperio Chino era agrícola (sin importar si la cosecha se perdía) y por medio de trabajos forzados. Siglos después, en Mesoamérica, el Tlatoani cubría los costo de funcionarios, magistrados, templos y ejército, con impuestos que se pagaban en especie (sacrificios humanos, águilas, serpientes) o en mercancía: maíz, frijol, cacao, algodón, frutos, peces y otros animales, de acuerdo a la capacidad de pago del contribuyente. Con la llegada de los europeos, paulatinamente se fusionaron ambos sistemas. En cualquier caso, los impuestos se crearon y se utilizan para el pago de funciones y obras públicas que no generan valor económico, pero que son esenciales en el adecuado funcionamiento social y su desarrollo.
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