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Por Marilú Acosta 

Sebastián es mi vulcanizador de cabecera, el año pasado chateamos varias veces para que me arreglara la llanta dañada del mes. Las circunstancias en las que se encuentra la Ciudad de México y la frecuencia de ponchado nos hizo decidir que cuando mi llanta no tuviera arreglo, me vendería llantas de segundo uso que estuvieran mejor que la ponchada. Le compré varias, hasta que en octubre del año pasado, en un acto de fe ciega y quizá un poco de locura, decidí comprar las cuatro llantas nuevas. Me advirtió lo arriesgado de la inversión, nos vimos a los ojos en silencio, midiendo nuestro futuro. Entendía su escepticismo, pero tenía que aprender a sortear los baches.

Pasaron meses sin que Sebastián y yo nos viéramos. Meses en los que en cada gasolinera, al pedir que revisaran la presión de las llantas, la respuesta constante era “están bien güerita”. Una bizarra sensación aparecía al saber que mis llantas estaban intactas, era un sentimiento que ya no recordaba y que no sucedía desde hacía años. Me sentía orgullosa de mí y mi coche estaba contento. Al llegar a casa agradecía -y agradezco-, sobrevivir a la Ciudad: no me han matado, ni desaparecido, ni robado, ni extorsionado, ni inundado, ni se me ha caído una palmera muerta encima, ni un edificio, no me ha tragado un socavón, ni se me habían ponchado las llantas. Pequeños pero significativos éxitos cotidianos.

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