Por Marilú Acosta 

Miss Universo lleva en su nombre la soberbia masculina y el femenino silencio cómplice que sostienen una mentira. Pareciera obvio, pero más vale aclarar, todas las concursantes han sido terrícolas. Si vamos a ser honestos y transparentes, debería de llamarse Miss Tierra. Miss Universo no dista mucho de comprar camellos de carreras. Se analiza su valor y su retorno de inversión, mientras caminan frente a jueces y un público que disfruta ver pasearse a rumiantes y mujeres. No es un certamen de belleza, ni una institución de empoderamiento femenino, ni un programa de becas; es una franquicia internacional de licencias, influencia geopolítica y entretenimiento masivo. La impecabilidad en la exhibición y juicio de atributos femeninos, no es precisamente el ingrediente principal de Miss Universo.

En 1952, Pacific Knitting Mills (fabricante de trajes de baño), crea Miss Universo como venganza comercial, porque la ganadora de Miss América no quiso utilizar sus trajes de baño. Hasta 1996 fue un negocio de televisión y ropa de playa. Al comprarla Trump (1996-2015) lo convierte en espectáculo de glamour, con una ganadora que es legalmente empleada de la organización, para promocionar hoteles y campos de golf, además de abrir mercados inmobiliarios. De 2015 al 2022, la agencia de talentos William Morris Endeavor al distanciar el concurso de la mujer-objeto, fortalece aspectos de oratoria y empoderamiento: las ganancias se desplomaron.

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