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Por Marilú Acosta

Las mamás son portales a una dimensión de amor incondicional. El amor incondicional no siempre viene rodeado de bombones o envuelto en una tela color rosa, ni viene con un moño emotivo, ni una tarjeta de felicitación. Viene en formas inimaginables, a veces ríspidas, a veces en códigos imposibles de comprender, en dolor, con miedo, pero es amor incondicional. Lo descubrí el sábado, cuando detuve la resucitación de mi mamá y tuve que aceptar que esa puerta se cerraba para siempre. Ella me vió nacer y yo la vi partir.

Mi mamá le tenía pavor al agua y por seguirme se metía al mar y a las albercas. Mi mamá no sabía francés y por entender mi educación, aprendió a leerlo.

Mi mamá buscaba cuidarme y por hacerlo me hablaba todos los recreos por celular, cuando a principios de los 90’s nadie tenía celular.

Mi mamá quería entretenerme y desde chiquita cocinaba conmigo.

Mi mamá evitando aburrirme, me hacía inventar una historia a partir de cualquier persona que pasara por la calle.

A mi mamá no le gustaban nada los perros y por mí aprendió a amarlos y disfrutarlos.

Mi mamá por seguirme, cuidarme, alimentarme, castigarme, escucharme, divertirme, educarme, limitarme, corregirme, entenderme, defenderme, y quererme hacía lo que fuera. Lo que fuera.

Dicen que es muy fácil iluminarse y ser un ser elevado cuando estás en medio de la montaña, sin nadie a tu alrededor. Que el reto complicado es hacerlo dentro de la gran ciudad y conviviendo con tus familiares más cercanos. Mi mamá y yo elegimos la segunda opción. Nuestra relación nunca fue fácil. Mi mente es estructurada y lógica. Su mente caía a un segundo plano, porque la arrebataban las emociones. Yo reflexionaba, ella sentía. Ni ella podía seguir mi tren de pensamiento, ni yo la vorágine emocional. Fuimos necias y no dejamos de buscar entendernos. Ella construyó a su alrededor y al interior de su existencia sombras y rincones misteriosos, yo llegaba con reflectores a querer entenderlo todo, clasificarlo y tener una conclusión sólida. La luz le dolía, sus sombras me lastimaban; caminábamos juntas, aún estando separadas. En 2018 regresé a vivir con mis papás. Lloré. No quería. No entendía el porqué, el para qué y para quién. Pensé que fue para ellos. El regalo fue para mí. El sábado entendí que necesitaba aprender muchas más facetas del amor incondicional. Conviví con mis papás de muchas maneras. Volví a cocinar con mi mamá, a ir al cine, a comprar comida, a viajar, a pelearnos, a recordar que la lógica y los sentimientos son como agua y aceite. El último acuerdo al que llegamos es al de su muerte. Le dio tiempo a mi mente estructurada de comprobar sus signos vitales, de analizar lo que sucedía en su cuerpo, de resucitarla, de platicarle, de dejarla ir. Se le salieron las lágrimas cuando entendí que la muerte la había tocado. Porque mientras ella la sentía, yo la analizaba.

Soy lo que soy, gracias a mi mamá. Soy lo que soy gracias a mi papá. Durante mucho tiempo mi papá fue más un esposo para mi mamá que un padre para mí. Hoy, mi mamá me regala un papá y un sinfín de detalles en donde encuentro su amor, su cariño y su cuidado. Desde un refrigerador lleno de comida, hasta un velorio en donde yo me sintiera cómoda.

Mi mamá me ha vuelto a dar a luz, ahora desde la paz y tranquilidad de su muerte. Con este nacimiento no tuve más opción que dejar de pensar en el amor incondicional y comenzar a sentirlo. Lloro porque mi corazón está repleto de amor, lo puedo ver e identificar en todo y todos los que me rodean. Ya no hay sombras y ahora todo es luz. Ya lloraré por extrañarla. Lo único que me angustia, es que no puedo recordar cómo hacer frijoles.

In memoriam Marilú Méndez Mendoza 1946-2022, mi mamá.

@marilu_acosta

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