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Mi carrera de medicina se dividió de la siguiente manera: dos años en aulas, de las 07:00 a las 19:00 horas, estudiando hasta la medianoche o a veces bien entrada la madrugada. Dos años en hospitales durmiendo en mi casa; mi base fue el Hospital General de México, aunque roté por otros. Un año de internado, donde hacía guardias ABC: uno de cada tres días pasaba la noche en el hospital y una de cada tres semanas podía descansar sábado y domingo.

Después de estos extenuantes cinco años y formación en todo tipo de hospitales, apruebo el examen profesional sin juramento hipocrático (ya no se hace) y puedo iniciar el servicio social, con mi cédula y título profesional retenidos hasta terminarlo. Te presentas en la cabecera municipal con estos papeles y de ahí te indicarán cómo llegar a tu plaza, te tocó una población rural dispersa. Después de cinco horas en coche llego a la jurisdicción sanitaria, me reciben los papeles y me preguntan: “¿tienes camioneta?, ¿sabes montar a caballo?”. No. Sí. ¿Por? “En épocas de lluvias el único camino para llegar se anega y luego se enloda, y no puedes pasar si no tienes camioneta y a veces ni esas pasan”. ¿Y el caballo? “Ah, porque tu población es dispersa, no hay calles, ni alumbrado público. Para poder dar consultas, porque no hay un Centro de Salud, es mejor ir a caballo y más en la noche”. ¿Y en dónde voy a vivir? “Pregunta, hay pobladores que rentan cuartos a los pasantes”.

Sin caballo ni camioneta me dirigí a mi población dispersa. Llegué dos horas después. Comprobé que un trayecto del camino era una trampa infranqueable. Ya muy cerca de mi plaza me sorprendió una barda larga y alta, por lo que pensé que era una casa de fin de semana o de alguien ermitaño que quería vivir en medio de la naturaleza. Llegué a lo que podía considerarse el centro de la población rural dispersa. No había más de 10 construcciones, incluida una telesecundaria y una casa donde decía: teléfono. No vi a nadie, no se movía nada y algo me generó terror: no había una sola barda pintada, ni anuncios publicitarios. A esa lugar no llegaba Bimbo ni Coca Cola ni Sabritas ni cerveza ni ningún partido político. Me subí a mi coche para renunciar a mi plaza, a mi cédula y a mi título de medicina, al menos por ese año. De regreso, el ángulo del camino me permitió ver qué había detrás de la barda “de la casa de fin de semana”: era un plantío de marihuana.

“Regresé nada más para avisarles que la plaza se va a quedar desierta, voy a renunciar a ella”. Me lo imaginé, todos los años tenemos que cubrirla, dijo en tono de reproche. Otras cinco horas en coche me permitieron admirar lo bello que es el Estado de México, crucé distintos tipos de vegetación, primero con el sol naciente y después con los colores del atardecer.

Después de un mes de lucha constante, la universidad y la Secretaría de Salud me aceptaron una plaza que conseguí en Toluca, aún cuando vivía en la Ciudad de México. Me castigaron por renunciar y trabajé gratis por 11 meses, descansando sólo el domingo; finalmente me liberaron mi servicio social y con eso mi cédula profesional y mi título universitario.

Hace casi un siglo, en 1936, Gustavo Baz, siendo director de la escuela de medicina de la UNAM y de la médico militar, propone que los estudiantes  retornen al país lo invertido en su educación gratuita y junto con Lázaro Cárdenas como presidente de la República crea el servicio social en medicina. Hoy es mano de obra barata, carne de cañón y una muy ineficiente manera de ejercer los programas sociales en zonas marginadas, además de ser un riesgo para la vida del pasante; quitarlo implicaría una reforma profunda al sector salud, que en este sexenio propagandista y electorero no va a suceder.

No, mi universidad no fue pública y tampoco fue la única vez que trabajé gratis para el sector salud, pero esas son otras historias.

@Marilu_Acosta

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