Por Marisol Rumayor Siller
En cada reunión hay preguntas y comentarios que llegan vestidos de cariño: “¿Y tú, para cuándo?” o “¿Por qué no te fijas en Fulanito?, se ve que muere por ti”. Los escucho como quien oye llover. No porque no me importe el amor, sino porque aprendí a reconocer cuando el consejo trae un guión viejo —o un dejo de morbo—: vales si estás en pareja. Elegir estar sola —hoy— no es rebeldía ni moda: es una forma de cuidado, de honestidad, de respeto por mi tiempo, mis sueños, mis proyectos, mi energía y mi paz.
A lo largo de mi camino personal y carrera profesional he pasado por diferentes etapas. Tuve la de tener novios serios y formales, de años; de adaptarme a la relación, meterme en la caja, a los deseos y gustos del hombre en cuestión. Luego pasé por la etapa de no saber si el interés era por mí o por la chequera que manejaba; entonces decidí cerrarme a todo. No quiero dejar de mencionar que siempre, al menos hasta los 35 o 38, como buena norteña, aspiraba a casarme, aunque ya se me hubiera ido el tren, según la práctica saltillense —es más, para mi hometown, ese se me fue hace mucho.
Luego pasé por la etapa de toparme con hombres que, a simple vista, querían algo como yo, pero en el fondo era demasiado complicado lidiar con una mujer de ideales, que trabajara más de 14 horas al día y que no estuviera dispuesta a ser parte de una transacción. En cuanto iba avanzando la relación, venía la pregunta: ¿Cuánto vale dejar tu trabajo? ¿Cuánto vale que trabajes menos? ¿Cuánto vale que te quedes en la casa? Y, con ello, la triste decepción de darte cuenta de que te conocen poco o nada; cuando tu pareja o persona importante no sabe que lo llevas en tu ADN, que es parte de tu motor para vivir, crear, apoyar, sumar.
También pasé por la etapa de la relación de ensueño: el “príncipe persa” que soñaba y vibraba igual que yo, pero era divorciado, papá de tres y 14 años mayor que yo. En algún momento, la distancia, la realidad, su crisis de los 50, sus culpas y mis miedos hicieron que saliera corriendo de ahí.
Hoy, a mis 43, ya no me interesa casarme; me interesa estar bien, rodearme de gente que me aporte y a la que yo le aporte. Entendí que mi valor no está en la pareja que tenga ni en los hijos que traiga al mundo. Mi valor está en mí; por el simple hecho de existir, ya valemos.
Vivimos en una sociedad que constantemente cuestiona: “¿y cuánto llevas soltera?”. Y si te atreves a decir que más de un año —ya ni digas cinco o seis—, automáticamente muchos piensan que hay algo mal dentro de ti.
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