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Por Melissa Moreno Cabrera

En muchas oficinas, la NOM-035 se aplica como un extintor decorativo en una casa en llamas. Para decir que se intentó, que se hizo lo que se pudo. Una encuesta anónima, un buzón de quejas que nadie abre, una plática motivacional sobre resiliencia que se cubre como mero trámite, y listo: salud mental cubierta.

En los últimos años, más empresas han comenzado a tomarse en serio su implementación. Y eso es un paso, un paso importante, pero la NOM todavía convive con demasiadas simulaciones, demasiadas empresas que hacen como que cuidan a su gente mientras la siguen exprimiendo.

La pregunta incómoda es esta: ¿a quién protege realmente la NOM-035? Porque en la práctica, más que un escudo para las personas, se ha convertido en un blindaje para las organizaciones. Un trámite que permite decir “ya cumplimos” aunque nada haya cambiado: aunque el jefe siga gritando, aunque la carga laboral sea inhumana, aunque aún se tema a las represalias.

La norma fue creada en 2019 por la Secretaría del Trabajo con un objetivo claro: identificar y prevenir los factores de riesgo psicosocial en el trabajo. Estrés, acoso, jornadas imposibles, violencia. Todo eso que muchas viven a diario y que por años fue invisible. La NOM-035 no es un invento decorativo, es una herramienta valiosa. El problema aparece cuando se usa mal, cuando se simula cumplirla y se aplica como un trámite burocrático.

Muy poca gente —de arriba o de abajo— sabe realmente qué es. Para muchos trabajadores, es “la del buzón” o “la del taller de emociones”. Y para muchos empleadores, es simplemente algo que hay que tachar de la lista para no tener problemas. Delegan la responsabilidad en un despacho, alguien aplica los formatos, se da una charla, se imprime un cartel de “cuidemos el bienestar”, y todos siguen como si nada. Como si una norma pudiera tapar el miedo.

Si alguna vez has sentido que te están cuidando solo en el PowerPoint, sabes de lo que hablo.

Porque sí: ir a trabajar con miedo existe. Y no se nota en las gráficas. Se nota en el cuerpo. En los domingos que saben a angustia. En las noches sin sueño. En los ojos llorosos en el baño. En los grupos de WhatsApp con correos urgentes fuera de horario. En el nudo en la garganta cada vez que el jefe te llama “a una junta rápida”. En el terror de equivocarte. En la resignación de callarte. En la certeza de que si dices algo, tú vas a pagar las consecuencias.

Hay casos que ni siquiera llegan a llamarse por su nombre. Una persona reporta maltrato y a las semanas la mueven de área, la aíslan, la borran. No hay despido. No hay castigo. Hay desgaste. Lo suficientemente sutil para negar represalias, pero lo suficientemente claro para que nadie más vuelva a hablar.

Esto no es exageración. Es experiencia común.

El miedo en el trabajo no debería ser normal. Pero lo es. Y no lo siente quien ejerce el poder, lo siente quien sabe que está en desventaja. Lo siente quien carga con el doble esfuerzo, el doble juicio, el doble silencio. Y lo más grave: lo siente quien, aun con todo eso, sigue ahí. Porque necesita el ingreso. Porque no hay red de apoyo. Porque le hicieron creer que el problema era suyo. Que necesitaba “aprender a gestionar sus emociones”.

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