Por Melissa Moreno Cabrera
Porque en muchas oficinas, la violencia no se grita: se redacta. Llega envuelta en correos que aparentan cortesía, pero están diseñados para incomodar. “Por si no lo entiendes…”, “Espero detalles, no opiniones”, “Me resulta increíble la ausencia de criterio”, “Dejo en tu cancha dar las instrucciones pertinentes”, “No puedo hacer tu trabajo por ti”, “Sigo sin recibir respuesta de tu parte”. Y no, no levantan la voz, pero dejan claro quién tiene el control.
Podrían pasar por simples correcciones, indicaciones o comentarios, pero están lejos de serlo. Son frases impecables en gramática y crueles en intención. Tienen punto y coma, y cero empatía. Se redactan con tono pasivo-agresivo, se copia al jefe, se rematan con un “saludos cordiales”. Y se usan con precisión quirúrgica para exhibir errores, escalar conflictos, corregir desde el ego. En el ecosistema laboral, el abuso también se escribe en negritas: puede venir disfrazado de protocolo, pero tiene toda la intención de remarcar la jerarquía.
Mandar correos no es el problema. Usarlos para compartir avances o proteger acuerdos es parte esencial del trabajo en equipo. Bien escritos, los mails cuidan: dan contexto, previenen malentendidos y registran procesos. Pero con malas intenciones, se convierten en un arma.
Redactados con impecable ortografía, falsa neutralidad y lenguaje institucional, estos mensajes cargan una violencia velada que no busca resolver nada, solo establecer dominio. Porque el poder, cuando es mediocre, no grita: redacta.
Y muchas veces también buscan algo más: provocar.
Son mensajes diseñados para incomodar, sembrar fricciones, hacer estallar o, en el peor de los casos, humillar. No son errores de tono, sino estrategias de poder. Quien redacta así quiere probar hasta dónde reaccionas, esperando una mala respuesta para después señalarla frente al resto.
SUSCRÍBETE PARA LEER LA COLUMNA COMPLETA...