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Por Melissa Moreno Cabrera 

Cumplir 40 es un ejercicio de honestidad brutal. No porque el cuerpo empiece a mandar avisos ni porque las velas sean cada vez más en el pastel, sino porque a esta edad se supone que todo debería estar en orden.

Esa palabra —debería— es el verdadero problema: debería tener cierta estabilidad, cuenta de ahorros robusta y claridad ¿en qué? No sé; debería haber consolidado una carrera, asegurar una pensión y tener un historial impecable en el buró de crédito; debería contar con un matrimonio estable o, en su defecto, un divorcio bien tramitado; hijos en edad escolar o al menos la decisión tomada. Debería levantarme temprano para correr cinco kilómetros, comer más ensaladas que tacos, dormir ocho horas y no necesitar café. Debería saber invertir, meditar y manejar un seguro de gastos médicos, de vida, de desempleo. Debería dejar de cometer los mismos errores, superar viejos traumas y no engancharme en chats de ex. Debería tener resueltas mis dudas existenciales, un perro entrenado, plantas vivas y, ya de perdido, preparar un buen matcha latte —de una buena pasta ya ni hablamos. Debería, debería, debería… debería haber llegado.

Pero a veces no se llega.

La vida a los 40 pocas veces se parece a la película que nos vendieron de niñas: esa versión impecable, lineal y domesticada del futuro. Lo cierto es que la mayoría estamos en otra parte, más cerca de un collage mal recortado que de una maqueta de arquitecto. Y lejos de ser un fracaso, hay algo profundamente humano en eso: en no encajar, en estar a medio camino, en cargar con contradicciones que no se resuelven con un libro de autoayuda.

Y también está la lista invisible de lo que se quedó en el camino.Amigas que ya no son parte de tu vida, no por un quiebre repentino, sino porque el tiempo y las rutas personales las fueron llevando a otros lugares. Lo que antes eran coincidencias ahora son distancias: las charlas que fluían se convirtieron en silencios, los planes en excusas y la complicidad en un recuerdo. Las prioridades cambiaron: lo que antes era importante dejó de serlo y apareció la necesidad de estar bien contigo misma, antes que con los demás; junto con urgencias más reales: la salud, la paz mental, la gente que sí se queda. De pronto ya no reían de lo mismo, ya no soñaban con lo mismo, ya no se reconocían en el reflejo de la otra. Y aunque ninguna elección es mejor que la otra, cuando los valores y los ideales toman rumbos distintos, la amistad se apaga sola, como una vela que se consume en silencio.

Trabajos que parecían una gran oportunidad y terminaron siendo grandes lecciones. Lugares donde juraste que ibas a echar raíces y solo aprendiste a empacar más ligero. Cada empleo, aunque no fuera definitivo, dejó algo valioso: habilidades nuevas, amistades que aún permanecen, la claridad de lo que te gusta y lo que no, y la certeza de que incluso lo pasajero suma. Fueron estaciones de paso que enseñaron a adaptarte, a confiar en tu propio camino y a entender que crecer profesionalmente no siempre significa permanecer, sino moverse, aprender y seguir adelante con una mochila más llena de experiencia.

Está el cuerpo, que por fin se habita con menos vergüenza y más gratitud. Que ya no se juzga con la crueldad adolescente ni se exige con la dureza de los treinta. Ahora se mira con un raro alivio: este cuerpo ha sobrevivido, ha gozado, ha cambiado y, aun así, me sostiene. No es perfecto —nunca lo fue—, pero es mío, y aprender a reconocerlo como aliado en lugar de enemigo es quizá uno de los aprendizajes más grandes de esta etapa. Y lo que espero en esta nueva década es empezar a verlo con más ternura: darle descanso en lugar de castigo, cuidarlo no por vanidad sino por gratitud, y corresponderle con un poco más de gentileza. 

Decidir ponerte bótox, hacerte un procedimiento estético o no hacer nada; abrazar tu feminidad sin sentir que debes justificarte. Lo importante no es la elección, sino la libertad con la que la tomas. Porque a los 40 entiendes que no le debes explicaciones a nadie sobre tu cuerpo ni sobre cómo eliges habitarlo. Puedes entrar a un quirófano, a una cabina de spa o quedarte con la cara lavada, y en todos los casos sigue siendo tu decisión.

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