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Por Mónica Hernández
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Cada día del niño miro las fotos de la niña que fui y siempre reconozco algo en la chispa de la mirada, en la media sonrisa, en las pecas. En el detestado peinado de media coleta con flequillo que me avergonzaba y que hoy miro con algo de ternura (sigue sin gustarme ese fleco humillante, disparejo, despeinado y esa media coleta tirante repleta de gel que en mi caso, se convertía en granos de sal que se veían como cabeza de viejo casposo). Lo del efecto sigue ocurriendo con geles, espumas, sprays y cualquier producto capilar. Mi cabello es lacio como cortina y ese exceso de queratina que lo alacia impide que nada ni nadie lo sujete. Lo que ha cambiado es mi mirada hacia la niña de las fotos. Ahora las veo y sonrío. Esa niñez cada vez queda más lejos y por más que me estiro para alcanzarla ella y yo nos separamos cada día más. 

De niña me horrorizaban las reuniones en casa de mi abuela materna: parió 14 hijos y las reuniones de Semana Santa eran un manicomio. Los niños perdíamos el nombre (ni quién se acordara de los nombres de los 32 primos que éramos en aquella época) y nos convertíamos en “niño”, “niña”. Se comía por turnos en la enorme mesa del comedor y mi abuela conminaba a sus hijas y nueras a “servirle” a sus maridos. Mi abuela y la señora que ayudaba se deslomaban en la cocina calentando kilos de tortillas, de romeritos, de bacalao, de empanadas de atún (empanada gallega), costales de papas en cuartos… No se podía comer carne ni el jueves, ni el viernes ni el sábado ni el domingo. Tampoco se podía correr, ni gritar, ni insultar. Se debía rezar, ser comedido y limpio. Para la niña que fui era tortura. Para los “señores” también porque no podían beber alcohol, pero podían fumar, leer, pasear, charlar y contar chistes (siempre que mi abuela no escuchara las grandes carcajadas). El segundo turno de comida era el de los niños y al final las mujeres, que aprovechaban la sobremesa hasta que se metía el sol. Había un porche en la casa lleno de sillas, de jaulas con pájaros, con plantas. Ahí se pasaban las mañanas y dado que daba a la calle, se podía reír, hablar en voz alta. 

A las niñas nos tocaba lavar los platos, los cubiertos, los vasos. A mis tías las camas. A las mujeres la ropa: del marido, del hijo, del hermano. A las mujeres nos tocaba poner la mesa tres veces por día. Levantar la mesa tres veces por día. Alinear el mantel (que para mí era tan largo como las cortinas). Alinear los cubiertos, los vasos. A mis tías tallar las servilletas, ponerlas al sol y plancharlas para la siguiente tanda. A las primas “grandes” nos tocaba entretener y cuidar a los primos chicos. Que no se cayeran, que no se ensuciaran. Que no corrieran, que no se pelearan. Mi hermana llevaba la maleta llena de hojas y colores usados para jugar a la escuelita con los chicos. 

Yo me escondía en una habitación del fondo con mis libros. Yo era antisocial. Yo no quería hablar con nadie (desde los ocho años o antes). Yo no convivía. El que me encontraba siempre era mi papá, porque buscaba un lugar silencioso para leer. Para estar a solas. Así que nos acompañábamos los dos, en silencio, cada uno con su libro. Sin preguntas. 

A mí me criticaban mis tíos y mi madre, que insistía en que conviviera con los “míos”. Mi abuela movía la cabeza: “mírala, se parece al viejo. Con la nariz metida en el libro”. El viejo era mi abuelo, que tenía una colección de libros que hoy tiene una prima que lee tanto o más que yo. 

Mi papá sonreía. Una vez que devolví las burlas quebró el silencio de nuestros encuentros.  

Respira, me dijo. Vas a estar bien.

✍🏻
@monhermos

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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