Por Mónica Hernández
A veces pienso que soy yo, que el universo conspira para agredirme, para anularme. El Feng Shui y la Kabbalah me dicen que me falta ejercitar la paciencia. Intento meditar. Termino maldiciendo a la madre y todas las ancestras de quienes me atienden o pretenden solucionar un tema que requiere servicio al cliente. Ya no digamos frustrarme y sacarme los demonios que intento esconder, esos con los que se nace y se supone se debe aprender a domar con el paso de los años. No es mi caso cuando se trata de lidiar con las áreas de servicio al cliente. Me siento como un caballero con escudo y espada luchando contra un dragón que echa humo por las fosas nasales, escupe fuego por el hocico, me enseña los colmillos y encima, vuela.
Hace años, cuando trabajaba en una agencia de Relaciones Públicas, teníamos que solucionar la emergencia de un cliente con la empresa de telefonía nacional, Telmex. Después de marcar a no menos de veinte números, nos dijeron que el número de servicio al cliente era “privado”. Hoy sí existe, pero nos da una idea del tipo de servicio al cliente que hay que enfrentar. Cuando logramos reunirnos lloramos de risa. Porque en México el servicio al cliente es anécdota.
Cuando abrió la tienda sueca de IKEA cerca del aeropuerto fui de chismosa. Me encanta husmear en los pequeños apartamentos: baños, salas, cocinas, recámaras y baños. Me siento en sets de televisión o cine. Además, soy compradora empedernida de artículos de organización: cajas, separadores de cajones, zapateras, cajitas y frascos, botes. Y más cajitas, con tapa o sin ella. Nada más entrar me persiguió un promotor de la tarjeta de crédito de la tienda. Pensando en los libreros que llenaría (y que ya llené) de libros, perdí mi tiempo llenando una mini solicitud y me dieron una tarjeta del banco que está aliado con la tienda. Error. Pocas veces me he arrepentido tanto de seguir un impulso. Y tengo muchos impulsos en la vida.
Para no hacer el cuento largo, nunca la usé. Se me olvidó el PIN que se puso en ese momento y nunca recibí ninguna notificación (ni por correo tradicional ni por electrónico). Me olvidé que la tenía. Pasó un año. Y empezaron a llegarme notificaciones en forma de mensajitos: pague su saldo. Hablé a un número que encontré en internet. Resulta que la letra chiquita (que nunca recibí con el contrato que tampoco tengo porque se firmó electrónico) establecía que si bien no hay cobro de comisión, solo sería por el primer año. Y que si yo no usaba mi tarjeta, tendría que pagar. Cada mes. Eso sí. Sin comisión anual. Qué generosos.
SUSCRÍBETE PARA LEER LA COLUMNA COMPLETA…