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Por Mónica Hernández

Cada cierto tiempo se nos permite a los mortales asomarnos a la intimidad de los otros y el morbo crece cuando ese otro es una celebridad. En este caso, Rosario Castellanos, que si bien ha tardado en colarse en la preferencia de muchos lectores, sus letras se abren paso cada vez con más fuerza por su acertado y precursor feminismo, del que apenas ahora nos empezamos a beneficiar muchas mujeres en México y en el mundo. Porque el feminismo de Rosario Castellanos no fue una moda, ni un reclamo, sino una llamada de atención, una luz reflectora sobre la inequidad de género que en el caso de las mujeres indígenas, minoría dentro las minorías, sigue requiriendo atención. ¡Cómo me gustaría que Javier Hernández, el Chicharito, leyera Lección de Cocina, un cuento que viene mucho a cuento por estos días! Pero ¿qué digo? Quizá estoy soñando. O imaginando cosas chingonas… y la fina ironía del texto se pierda en una cancha tan grande.

Un cielo sin fronteras, Rosario Castellanos archivo inédito está en la sala 21 del Antiguo Colegio de San Ildefonso y nos muestra objetos personales, íntimos e increíblemente pudorosos de una gran escritora y seguramente, una gran mujer. Entrar a la exhibición es asomarse -con morbo, desde luego- a sus grandes glorias y también a las pequeñas miserias de una mujer que luchó como pocas desde su baja estatura (no existe un registro preciso, o no lo localicé entre las credenciales que se muestran) contra su época, su condición, su raza y su sexo. Ver de cerca sus “cosas” nos permite imaginar sus obsesiones: su letra, grande, garigoleada, apresurada y rebuscada (Elena Poniatowska dice textualmente que “su letra redonda, compleja, nerviosa, es endemoniadamente difícil de leer. Que Rosario lo sabe y por eso prefiere escribir a máquina”) nos habla de una persona ansiosa, apresurada por vivir, por comerse al mundo, por hacer muchas cosas a la vez. Por no desperdiciar el tiempo y usarlo para pensar, leer, escribir. Su máquina de escribir nos recibe a la entrada, al lado de la factura, cuidadosamente preservada: Rosario seguramente estaba obsesionada por el orden y la claridad (también se puede ver la factura de la licuadora, que debió utilizar en salsas picantes y especiadas). Sus cartas están llenas de palabras de afecto y de añoranza y sus cuadernos de registros rigurosos de gastos y saldos, lo mismo que con cuentos, poemas y ensayos. Me atrevo a suponer que sus angustias, sus amores y desilusiones también estaban salpimentados de egresos y de cuentas por pagar. Pero sobre todo, de cariño y reconocimientos por cobrar. Entre sus objetos se aprecia el orden que regía su día a día: todo se conservó archivado, ordenado, bien conservado, como lo mantiene hasta la fecha su hijo Gabriel. 

Leche, consomé, toronja, perejil, carne y teléfono salpican su búsqueda incesante por la disciplina, la palabra justa de Flaubert, mezcladas con la desazón, el desamor, la soledad y esa inteligencia que le bullía por dentro, bien envuelto como un taco de cochito o un tamal de chipilín, escondido bajo una hoja de plátano dulce. Así la imagino: ella y sus nervios, su chispa, su genio y su ingenio hechos ovillo dentro de capas de serenidad, de templanza y de dignidad (según se aprecia la mirada retadora en las fotos). ¿Qué la hacía reír? ¿Qué la ponía a llorar? ¿Cuál era su canción favorita? ¿Cuál su poema preferido? ¿A qué aspiraba? ¿Con qué soñaba cuando cerraba los ojos? ¿Qué era lo primero que decía al despertar? 

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