Por Mónica Hernández
Durante siglos, la gente que ostentaba el poder y el dinero se daba a la tarea de repartirlo entre los más pobres, lo que se hacía con cierta ceremonia y mucho boato. Una reina, una virreina y su corte, acompañadas de algunas monjas y el infaltable cura iba repartiendo bendiciones mientras las mujeres repartían las monedas, de oro y de plata alojadas en bolsos de seda entre los menesterosos, entre los que no tenían nada. A estas dádivas se les llamaba limosnas y durante muchos siglos la costumbre de que los que tienen han de dar a los que no se mantuvo como una cuestión moral y religiosa, porque encajaba dentro de la caridad.
Yo no tengo mucho de nada, pero siempre he sentido la necesidad de ayudar. Esta costumbre bien imbuida en mi casa no se debía a la caridad cristiana ni a quedar bien delante de los demás. Era simplemente, por ayudar a los demás, abonando en la cuenta personal de buenas acciones, para cuando necesitara hacer un retiro de mi cuenta debido a mis malas acciones. Siempre procuro tener saldo a favor porque ya me conozco y sé que cada cierto tiempo, el chamuco se apodera de mí y hago retiros que me andan dejando casi sin saldo.
Hasta aquí, todo en orden. La edad sí que proporciona serenidad y consciencia. Toda esta reflexión viene a cuento porque llevo días dándole vueltas en la cabeza acerca de lo que aconteció en mi país, en el México que conocí y en el que vivo y también, en el que aspiro para el futuro. No soy inmune a la inmensa desigualdad que se vive, tanta, que siempre digo que México son muchos Méxicos, pero tampoco me ciegan los discursos, porque éstos, como pasa en las películas de miedo, con taparse las orejas tengo.