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Por Nelly Segura

En 2016, cuando el papa Francisco estuvo en Chiapas, no solo llegó para celebrar una misa ni para tomarse fotos con vestimentas tradicionales. Vino a denunciar un delito cultural que México y el mundo todavía comete: el desprecio sistemático hacia los pueblos indígenas y hacia la sabiduría de sus mayores. Lo expresó de manera clara y sin rodeos, en una homilía que fue tan impactante como ignorada. Lo que en su tiempo se celebró como un acto simbólico, ahora se muestra como una profecía incómoda. 

Afirmó en ese momento, ante miles de individuos y bajo la mirada desprovista de poder: 

“El desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos impactan a todos y nos interpelan. Ya no podemos hacernos los sordos frente a una de las mayores crisis ambientales de la historia.

En esto ustedes tienen mucho que enseñarnos, que enseñar a la humanidad. Sus pueblos, como han reconocido los obispos de América Latina, saben relacionarse armónicamente con la naturaleza, a la que respetan como «fuente de alimento, casa común y altar del compartir humano» 

Sin embargo, muchas veces, de modo sistemático y estructural, sus pueblos han sido incomprendidos y excluidos de la sociedad. Algunos han considerado inferiores sus valores, sus culturas y sus tradiciones. Otros, mareados por el poder, el dinero y las leyes del mercado, los han despojado de sus tierras o han realizado acciones que las contaminan. ¡Qué tristeza! Qué bien nos haría a todos hacer un examen de conciencia y aprender a decir: ¡Perdón!, ¡perdón, hermanos! El mundo de hoy, despojado por la cultura del descarte, los necesita.

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