Por Nurit Martínez Carballo
Los más recientes resultados de medición de la pobreza en México confirman el desastre provocado por la 4T en la atención a la salud de los más pobres: 24.4 millones de niños, jóvenes y adultos quedaron en la más plena indefensión, sin medicinas y sin médicos, a merced de las farmacias y consultorios privados, entre 2018 y 2024.
Hoy, en México, 44.5 millones de personas no tienen acceso a la salud, esto es, uno de cada tres. Pero lo alarmante es que en el último sexenio se sumaron a esa condición 24.4 millones de mexicanos.
Los números son feroces, pero más aún las historias detrás de cada familia. La vulnerabilidad creció de forma impresionante: en las zonas urbanas se duplicó el número de mexicanos sin acceso a la salud, mientras que en las zonas más alejadas la cifra se triplicó.
En el caso de quienes presentaban o fueron diagnosticados con una enfermedad crónica avanzada, esto significó, sin duda, morir o estar al borde de la muerte. El exceso de fallecimientos en estos años podría ser un indicador de que las malas decisiones de un funcionario —o de varios— pueden provocar la muerte de miles de mexicanos, sin consecuencia alguna.
Lo digo, estimada audiencia, porque los datos que publicó el INEGI la semana pasada son resultado de la decisión del expresidente Andrés Manuel López Obrador de confiar en exceso, sin límites, en un personaje hoy sumamente cuestionado: Hugo López-Gatell Ramírez, exsubsecretario de Prevención y Promoción de la Salud y, en la actual administración, premiado como representante de México ante la Organización Mundial de la Salud.
Primero, la necedad de desaparecer el Seguro Popular sin tener un esquema eficaz de atención en medio del Covid-19; después, la poca eficacia para enfrentar la pandemia. La creación del Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi), encabezado por el grupo Tabasco, solo trajo más desastre a la ya precaria organización de clínicas y hospitales.
Qué decir de la limitación para contratar personal especializado, de la falta de planeación en equipamiento médico y, peor aún, del desabasto crónico de medicamentos. Hoy sabemos que el Insabi, otro capricho presidencial, no fue sino un rotundo fracaso, reconocido incluso por la propia administración que tuvo que cancelarlo antes de concluir el sexenio.
Los errores cuestan vidas, pero hasta ahora no hay ningún funcionario procesado por el daño causado a los mexicanos más pobres, a quienes les arrebataron la única opción posible. Y no se trata de defender un esquema con fugas e indicios de corrupción, sino de reconocer que casi siete años después no hubo investigación ni responsables.
Lo que sí sabemos, porque lo revela el INEGI, es que entre 2018 y 2020, en medio de la pandemia, 10.4 millones de personas perdieron el acceso a los servicios de salud. Y que, de 2018 a 2024, durante el gobierno de López Obrador, 24.4 millones de personas más quedaron sin atención médica ni medicinas básicas, de especialidad o de emergencia, lo que puso en riesgo su vida o las condenó a la muerte.
No tener acceso a los servicios médicos implica que madres jefas de familia, padres y hogares enteros tuvieron que solventar de su bolsillo cualquier padecimiento. Lo más grave: siete millones de mexicanos en extrema pobreza que no tienen ni para comer. Si no hay para una canasta básica, menos para pagar un consultorio o comprar medicinas.
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