Moralgate

Un poderoso discurso moral que, a falta de resultados concretos, es lo que en México sostiene hoy en día a la presidencia y a su gobierno.

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Ana María Olabuenaga
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Casi a punto de cumplir el mes, muchos aseguran que no existe una confrontación más larga y desgastante para este gobierno que la que estamos viviendo. Sin embargo, el conflicto de la casa de Houston y su alberca de 23 metros de largo surge mucho antes de que el periodista Carlos Loret de Mola lo develara en su programa el último jueves de enero. El escándalo que ha roto récords de audiencia, que ha llegado a ser más visible en redes que la posible guerra en Ucrania, y que nos ha llevado de la mañanera al programa noticioso como en un partido de tenis: volteando la cabeza para un lado con asombro y luego para el otro con cierto temor, tiene su origen hace más de tres años. Es producto de una acción simple y resultado de un sentimiento compartido. Domingo 1 de julio de 2018. Día de la elección federal en que la mayoría cruzó la boleta por nuestro Presidente. ¿Por qué la gente votó por él? ¿Cuál fue la fibra exacta que se tensó para señalar su nombre, doblar la boleta y depositarla en la urna? Una acción simple, guiada por un sencillo sentimiento: le creyeron. Más que racional esa fue una elección sentimental.

Es cierto que en toda elección votamos por quien creemos  que lo va a hacer mejor, que va crear más empleos, que va poner al país a la vanguardia. Sin embargo, aquí se trata de creer sin predicado. Creyeron en él, punto. Lo cual ha construido un poderoso discurso moral que, a falta de resultados concretos, sostiene hoy en día a la presidencia y a su gobierno.

El Aeropuerto de Texcoco se canceló con una consulta amañada, pero el Presidente es honesto. La rifa del avión ni siquiera fue rifa, pero el Presidente no roba. El país no crece y no hay inversión, pero el Presidente es bueno. No hay medicinas y México está entre los tres países con mayor índice de letalidad y número de muertos por la pandemia, pero el Presidente no es corrupto. La violencia crece, pero el Presidente es honrado. Y así, en cada traspié, frente a cualquier cuestionamiento o error, la respuesta es un juicio moral que resulta un eco del caer de aquellas papeletas en la urna.

De aquí que el problema que enfrentamos hoy no debería ser llamado Houstongate. A pesar del “conflicto de intereses” como dice un bando o de la “guerra sucia” como dice el otro; a pesar de la “falta de rigor” o el exceso de adjetivos o los recibos de renta de la casa o los recibos de las mensualidades de la lujosa camioneta; quitando todos los argumentos de un lado y del otro, descartando las acusaciones y las defensas, en el último instante y en el más absoluto silencio, la casa no va a desaparecer. Una casa con una alberca de 23 metros de largo en la que vivió el hijo del Presidente. Una casa tan grande que no la puede borrar ni un argumento ni un desplegado ni una carta ni un tuit. Una casa con una gran alberca.  No, no es un delito, pero va más allá de un tema administrativo. Es un Moralgate.

El reconocido sociólogo John B.  Thompson dice que los escándalos son batallas por el poder simbólico. Acciones que tal vez no merezcan una pena legal, pero que representan formas secularizadas del pecado. Eso es lo que cometió la familia presidencial: un pecado, y el Presidente lo sabe. Su penitencia será que jamás podrá volver a decir “fifí” o “aspiracionista” sin que la primera persona que llegue a la mente de todos, incluido él mismo, sea la de su propio hijo.

El discurso moral que sostiene este gobierno está capturado. La papeleta que, frente a cada problema, caía una y otra vez en la urna, está detenida, en suspenso. La razón de haber votado por el Presidente está en vilo y a él le urge que se inaugure el Aeropuerto o que llegue la Revocación de Mandato. Le urge algo. Lo que sea.

@olabuenaga

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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