Carta desde el penal Santa Martha Acatitla

Dejé de ser humano el 16 de octubre de 2020 cuando fui perseguida y detenida por un automóvil sin marcas oficiales

Carta desde el penal Santa Martha Acatitla

Alejandra Cuevas Morán *

En unos días cumpliré un año encarcelada en el Reclusorio Santa Martha Acatitla de la Ciudad de México. El fiscal general de México, Alejandro Gertz Manero, emprendió una persecución judicial en contra de mi madre quien fue su cuñada durante 52 años hasta que en 2015 Alejandro la denunció a ella, a mi hermana y a mí por el presunto homicidio de su hermano Federico y durante cinco años intentó fabricar un delito que en dos ocasiones las autoridades, basándose en la evidencia, dictaminaron el no ejercicio de la acción penal; sin embargo, en 2019, cuando asumió el cargo de la Fiscalía General de la República, consiguió la devastación.

Dejé de ser humano el 16 de octubre de 2020 cuando fui perseguida y detenida por un automóvil sin marcas oficiales. Dos sujetos sin uniforme se bajaron y sin presentar una orden de aprehensión me arrestaron violando así un amparo; fui trasladada a la cárcel en donde mis hijos me esperaban en la entrada. Al verlos el corazón se me hundió. A partir de ese momento sus vidas y la mía cambiarían para siempre.

Me llevaron a una celda en donde conforme pasaron las horas llegaron más mujeres y terminamos siendo 12. El hacinamiento intensificó la ansiedad que tenía; hace tan solo unas horas estaba en mi casa, con mi familia y con la vida llena de oportunidades. Nos dieron un pedazo de mortadela, un pan y frijoles, pero no comí nada porque desde que me arrestaron se me fue el hambre y me ha sorprendido porque me encanta la comida; pero está fuera de mi control. El deseo de alimentarme desapareció, y solo lo hago como disciplina porque quiero mantenerme sana y no morir.

Me dieron una cubeta con agua helada de la cual tuve que lanzar a mi cuerpo desnudo latigazos náuticos que salían disparados de una jícara. Sentí que me moría; en la vida que tenía lejos de estos muros solía bañarme con agua hirviendo como para cocinar un pollo. Salí mojada, era octubre en plena pandemia, y me dijeron que había una sola toalla, pero había dos reclusas infestadas de piojos, por lo que me sequé con el uniforme roto que pertenecía a otra mujer invisible como yo.

Regresé a la celda y una mujer que se convertiría en mi amiga me regaló unos pedazos de papel de baño y un cepillo de dientes...esa fue la primera luz en mi camino. ¿Cómo es posible que no te den papel de baño en una cárcel?  La dignidad aquí no existe.

Las horas pasaban y la angustia crecía, por lo que le pedí permiso a la custodia para hacer sentadillas como las que hacía en el gimnasio al que iba a diario después de desayunar, cuando solía primero hablar con mi mamá, me tomaba un té, abrazaba a Taco y a Lobo, que seguron dejaron de ladrar porque no me escuchan subir las escaleras para hacer mi rutina.

Después de 4 días, me trasladaron al juzgado y enfrente de mis hijos Ana Paula, Alonso y Gonzalo me dictaron auto de formal prisión, les permitieron acercarse y por unos minutos nos comunicarnos a través de un cristal empañado por el sufrimiento de miles de mujeres que como yo habían sido privadas de la libertad en ese mismo lugar, y ahí vivimos por primera vez la impunidad con la que las autoridades pueden dejar a alguien inocente en la cárcel,  sabiendo que están violando las leyes. El constatar que el Estado de Derecho no existe ha sido muy doloroso, pero sobre todo preocupante para la sociedad, porque en mi caso no solo es el fiscal quien cometió delitos en mi contra, también hubo policías, jueces y funcionarios, que aun sabiendo que estaban actuando en contra de la ley, decidieron robarme la libertad y  a cualquiera se lo pueden hacer:  les adelanto que no hay ley o abogado que te salve, hacen contigo lo que quieren, somos una mercancía.

A los 4 días de haber sido recluida llegaron las custodias para cambiarnos de edificio, “ustedes 11 se van al A y  tú te vas al C”. Llegamos a una intersección, el grupo giró a la derecha y a mi me dijeron que, a la izquierda; sentí tal pánico que me hice pipí, recordé que alguna vez había leído que cuando tienes muchísimo miedo, te puede ocurrir, y siempre pensé que eran leyendas urbanas, no lo son.

Entré y había siete mujeres, cuatro en literas y tres estábamos en el suelo, escuchaba las respiraciones ajenas, las mías estaban extraviadas. Me senté y una interna me prestó un sarape, me acosté en el suelo, hace 5 días dormía en mi cama, en una casa con ventanales a un jardín, leyendo en silencio algún libro.

No puedo olvidar a la presa que se trató de ahorcar en los baños de la planta baja y cuando la bajaron alcancé a verla;  estaba tan morada que parecía muerta. Tampoco puedo dejar de evocar la liberación de una reclusa que estuvo 15 años encarcelada, sentir la emoción con ella al escuchar la noticia fue una experiencia que recordaré el resto de mi vida. Como también aquel jueves de diciembre, cuando una interna a mi lado se cortó las venas; corrí de inmediato a buscar ayuda mientras la sangre le brotaba como una fuente.

Me sacuden las historias de injusticias que son muchas. Conocer a una mujer que permaneció un año cuatro meses presa por haber robado dos latas de atún me pareció inconcebible, al igual que  saber que siendo inocente estoy por cumplir un año lejos de mi vida, con mi madre al borde de la muerte y mis hijos perdiendo la razón,  mientras yo vivo rodeada de mujeres que han cometido secuestros, homicidios, y robos. Escucho sus relatos de una desesperanza que proviene desde su núcleo:  están solas y mal encausadas.

En cada celda se reflejan los problemas sistémicos del país; es deshumanizador conocer las entrañas de una cárcel  en donde te atrapan en audiencias con plazos medievales. La mayoría de mujeres están abandonadas por los defensores de oficio y  por sus familiares, sobreviven en la resignación que se entrelaza con la ausencia completa de sentido de vida que termina exterminado en este sistema del cual es imposible escapar. ¿Cómo hablan de reinserción? Si no hay humanidad, respeto, dignidad, ni la búsqueda del bienestar porque más allá de si la mujer es inocente o culpable, es un ser humano.

Muchas veces me he  preguntado si yo hubiera conocido a detalle la magnitud de las condiciones denigrantes de las cárceles sí hubiera ayudado. Es inimaginable lo que se vive aquí; es necesario sembrar empatía y solidaridad.

Mientras escribo recuerdo una ocasión que fui al dentista porque tenía un dolor en la quijada; me dijeron que era muy común, que casi todas van a servicio médico porque la tensión es de tal magnitud que a muchas se les truenan los dientes. La intranquilidad es permanente y desconozco si esa sea una de las razones por las que no paran de gritar; esa es la costumbre dentro de la cárcel: se gritan entre las celdas, pasillos y edificios, son gritos que me desgarran, pero hasta con ellos estoy aprendiendo paulatinamente a dormir.

En esta atrocidad que vivo también he sentido satisfacciones, como lograr que varias mujeres se comprometan a leer y analizar textos literarios y culturales, muchas se han quedado a medio camino, pero hay quienes sí son constantes y hacen la tarea que les encomiendo;  escuchar sus interpretaciones del diario de Ana Frank  o del padre de la logoterapia Víctor Frankl ha sido muy revelador, la conexión del sentimiento trasciende la falta de cultura. Ellas nunca tuvieron oportunidades, ni guía.

Otro aliento en este abismo han sido los talleres de respiración que imparto y los rompecabezas, nunca imaginé que al pedirle a unos de mis hijos me trajera uno, se podría convertir en un taller terapéutico ya que cada vez son más las mujeres que bajan y quieren participar, y poner las piezas en donde encuentran tranquilidad; un sosiego ante la ruina humana.

Se van las horas concentradas y en silencio; eso me ha conmovido hasta los huesos, escuchar a una interna que está en una en silla de ruedas y que como la mayoría de los fantasmas de Santa Martha no salían de la celda, hoy es la primera en querer bajar al patio me dice que se siente bien anímicamente, se ríe,  estos son los destellos que me impulsan a continuar.

Aunque con el temblor que tuvimos por un instante pensé que quizás me moriría aplastada, ya que estoy acostumbrada a los sismos, pero este fue el primero que he vivido en la cárcel: la celda se mecía como una cuna, pero más allá de la fuerza y la duración, el pasar una emergencia sintiendo que no tenía libre albedrío para de hacer lo que me dictara el común, el corazón, o el espíritu fue desgarrador, la vulnerabilidad en su máximo esplendor.

Cuando eres libre puedes correr, meterte debajo de un mueble, lo que se te ocurra, pero aquí no, todas encerradas, inmóviles, hacinadas, gritando como locas; al terminar el temblor pensé que alguien subiría para preguntarnos cómo estábamos o para decirnos si la ciudad se había caído en su totalidad, sin embargo pasamos la noche en vela  y una amiga me contó que siempre es así, que ella vivió un temblor en otra cárcel y que le dijeron las custodias era más fácil rescatar cadáveres que rescatar fugitivas.

Lo más gratificante de esta desolación ha sido presenciar la lucha de mis tres hijos, una batalla desigual, es todo el poder político en contra tres ciudadanos de bien, que hoy no sólo tienen a su madre en la cárcel, sino que además el fiscal les exigió incriminarse con un delito que fabricó mientras Alejandro Gertz Manero me mantiene como su rehén en la cárcel.


* Alejandra Cuevas Morán es hija de Laura Morán Servín, ex concubina de Federico Gertz, hermano del fiscal general Alejandro Gertz; quien afirma que ambas no cuidaron adecuadamente de su hermano enfermo y debido a eso falleció. Laura Morán tiene 95 años, y por esta razón no se actuó en su contra.


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