Estigmas de ayer y hoy

¿A cuántas cosas renunciamos todos los días por evitarnos la exclusión y el rechazo?

Estigmas de ayer y hoy
Diana J. Torres

Hace unos días en el metro me cayó un veinte maravilloso: definitivamente la sociedad ha cambiado, a mejor, y aunque a veces me ponga catastrofista de que todo va de mal en peor, he de reconocer que no en todos los aspectos es así. En el vagón, a mi lado, se sentó un muchacho que traía tatuajes en cada milímetro de su parte visible del cuerpo, incluida el área de cara que su cubrebocas me permitió ver, y entiendo que abajo de la mascarilla (y de la ropa) aquello continuaba sin fin. Observé los rostros de la gente, acostumbrada a décadas de miradas de desaprobación, de miedo, de desconfianza, de asco, hasta de horror que las personas lanzaban a quienes traemos tatuajes. Pero nadie aplicó dichas miradas y, de hecho, una viejita que quedaba sentada justo delante del joven, posiblemente al ver la enorme y colorida Virgen de Guadalupe de su antebrazo, se santiguó y sonrió con la mirada.

Yo amo los tatuajes desde niña, romantizaba entonces la idea de un dibujo eterno grabado en la piel y siempre que veía gente tatuada, sin pudor les empezaba una conversación bajo cualquier excusa, pero siempre para acabar averiguando cuántos tatuajes tenían, si les había dolido mucho, qué significaban. Una niña pesada, vaya, pero simpática, y casi nunca estas personas me negaron las respuestas.

Así que a los 16 me armé de valor y me puse en manos de un amigo de mi edad que le había robado la máquina de tatuar a su hermano mayor, recién salido del reclusorio, donde había aprendido estas artes. Estaba encantada con mi tatuaje hasta que llegó el verano y el mismo (un hacha o “labris” para las entendidas) podía verse claramente de lado a lado de mi espalda. Ahí empecé a comprobar con horror que se trataba de un estigma, una marca venenosa que me convertía a los ojos de lxs demás en una puta, una delincuente, una drogadicta, una outsider. Eso me animó a hacerme más y cada vez más visibles, de esos que se ven hasta en invierno y vestida hasta el cuello. Siempre me gustó llevar la contraria a una sociedad que en general me parecía profundamente ciega e idiotizada, por no decir injusta, violenta y cruel. Y estaba dispuesta a no sólo llevar el estigma con mucho orgullo, sino a sufrir los castigos que el sistema imponía en aquel entonces a las personas tatuadas como por ejemplo la falta de acceso a puestos laborales o la imposibilidad de rentar un lugar donde vivir. Y sí, puede que a milenials, centenials y otras mutaciones de la especie esto les pueda parecer un disparate, pero antes, apenitas diez años atrás, tener un tatuaje visible te cerraba muchas puertas.

Ahora el tatuaje, al menos en los contextos urbanos, se ha banalizado y convertido en algo cotidiano, “pop”, que la gente hace en sus cuerpos por moda, por convicción o cualquier otro motivo pero de seguro no para llevar la contra. Y ¿por qué? Muy sencillo: ya no hay un castigo social por hacerlo. Llegadas a este punto yo planteo unas preguntas ¿A cuántas cosas renunciamos todos los días por evitarnos la exclusión y el rechazo? ¿Qué parte de lo que somos es auténtico y qué parte tiene como único factor el miedo? Y más aún ¿En qué momento la sociedad dará pasos más grandes hacia adelante y dejará de castigarnos por nuestra preferencia sexual, nuestro color, nuestra clase, nuestras decisiones sobre nuestro cuerpo?

No se corten, respondan. Si ya tuvieron valor para hacerse su tatuaje, seguro pueden echarle unas neuronas a esto.

@pornoterrorista

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