Oiga joven

Mujeres las habemos de todos los tipos y colores y no por ser más masculinas somos menos mujeres.

Oiga joven
Diana J. Torres

La primera vez que me confundieron con un hombre estaba en el vientre de mi madre. El primer y único ultrasonido que mi madre se pudo hacer revelaba, en palabras textuales del doctor, unos huevotes que no dejaban rastro de duda en cuanto al género del bebé: es niño. Y de este modo se inauguró la maquinaria de género que pondría en el mundo al bebé Gonzalo (sí, así me iban a poner, como mi abuelo) vestidito de azul celeste con ropitas que tías y abuelas se apresuraron a confeccionar.

Pero ¡oh sorpresa! cuando nací un 26 de enero de 1981 en medio de una de las nevadas más intensas de la urbe madrileña. Mi madre con el ajetreo del parto ni se había percatado de la ligera diferencia en mis genitales y sólo supo de la noticia cuando llegaron a su cama del hospital los del registro civil con el primer trámite de nuestra vida: - ¿Cómo se llama la niña? -

- ¿La niña? ¿Qué niña? - Respondió mi jefita, aturdida y abrumada por la descarga de oxitocina. - Su hija señora, la que tiene en brazos y apúrese porque tenemos mucho trabajo -. Ella checó mis partes bajas para corroborar el hecho, le preguntó su nombre a la parturienta de junto (no habían pensado en nombres femeninos, obvio) y así quedó, Diana.

Luego llegaron los de los aretes. En la España de los 80 ninguna niña salía del hospital sin su primera modificación corporal. Pero mi madre (que es libertaria y medio hippy) se negó a lo que a ella le parecía una crueldad innecesaria y una decisión que yo debía tomar de manera consciente. De modo que salí del hospital a comenzar mi vida vestida de azul y sin ninguna señal que atestiguara mi género femenino. Y al final los bebés son todos iguales y les importa un rábano ser niños o niñas, sólo quieren dormir, cagar y comer y estar calientitos, ¿que no?

Mis padres me paseaban orgullosos en mi carriola, para espanto de mis tías y abuelas a quienes les parecía una aberración que me vistieran así y sin aretes ni moñitos ni nada de nada. - ¡Qué niño tan bonito! ¿Cómo se llama? - era la pregunta más usual a la que ellos respondían sin tapujos “Diana” para reírse de las reacciones de la pobre gente confundida.

Diana J. Torres

Desde entonces he sido confundida con un varón en todas las etapas de mi vida pues, ya que empecé a moverme, a tener carácter y a hacer cosas, mi actitud tampoco era precisamente la de una “señorita de bien”. Pero todo se acentuó hasta límites insospechados al llegar a México. Si en mi país era una machorra acá de plano, a los ojos del grueso de la sociedad, soy un joven, un chavito raro, e incluso hasta un señor. Carnal, amigo, chavo, patrón, padre, güero y hasta jovenazo son los adjetivos con los que tengo que lidiar diario en cualquier instancia de interacción social en que me halle. Hay personas que incluso hasta conociendo mi nombre o habiendo visto mi identificación siguen tratándome en masculino por causas misteriosas que desconozco. Deben pensar que quizás en España es común que los hombres se llamen Diana o que Diana es en realidad mi apellido o que no escucharon bien.

A ratos es divertido, no me incomoda, me hace reír con el mismo sarcasmo con que mis padres se reían cada vez que alguien les decía que su niña era rara o que hacía cosas de niño. Pero a veces puede transformarse en un problema y ahí es cuando me deja de gustar. Mi primera y última vez en el vagón rosita del metro fue horrible: Entré y sin mediar palabra dos seños bien fornidas me agarraron de los brazos y me lanzaron al exterior del vagón al grito de “¡sinvergüenza!”. Ir a hacer mis necesidades a un baño que no apeste a meo de hombre (no soporto ese olor), al baño que me corresponde, es siempre toda una aventura: las morras se espantan y antes de que digan nada o llamen a seguridad siempre tengo que aclarar las cosas, llegando incluso a veces, cuando ya estoy muy harta, a levantarme la playera y mostrarles mis dos hermosos atributos de mujer.

La última fue hace unos pocos días cuando salía de la Torre Mayor de la sesión fotográfica de Opinion51. Me situé en la parada del metrobus para regresar a mi hogar y empecé a conversar con el poli que la vigila como unos ocho minutos, de cualquier cosa platicamos, small talk pues. Cuando me subí al transporte y me senté en los asientos rositas, el poli, desde fuera y con el vehículo arrancando, empezó a golpearme el cristal y a señalarme hacia arriba, lo que él consideraba “mi lugar”. El hombre corrió un buen trecho hasta que la velocidad de las ruedas superó a la de sus piernas. Yo, sin moverme, alcancé a pintarle un dedo a su cara de estupefacción.

Todo esto lo que revela es la profunda discapacidad de la sociedad para entender que mujeres las habemos de todos los tipos y colores y que no por ser más masculinas somos menos mujeres. Quizás la masculinidad sea la más sagrada propiedad del macho y una sociedad completa coopera, consciente o inconscientemente, a defenderla a capa y espada.

Ay… cuánto daño nos hacen el rosita y el azul.

@pornoterrorista

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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