La espera - la esperanza - el esperar

En este país toda la posibilidad de atención, de conocer un diagnóstico, de ser tratado ha exacerbado el lujo que ya era, pero que ahora incluye la súplica para la salud de los menores de edad.

La espera - la esperanza - el esperar
Jimena de Gortari Ludlow

Esta es la primera columna del año que arranca, aunque eso es poco importante cuando se inicia con diagnóstico positivo de Covid-19 de alguien en casa. Aquí, en realidad, hemos decidido enumerar los días y ponerle fin a un ciclo para que comience uno mejor.  De lo que se trata –o, por lo menos se pretende– es esperar que este 2022 se cumplan los deseos, esperar que todo mejore, esperar que sigamos aquí, esperar, esperar, esperar.

Como arquitecta no puedo dejar de pensar en que muchas de esas esperas se viven en espacios poco humanos y no entiendo qué ha hecho la arquitectura para eliminar todo ese tipo de rasgos a lugares como estos; recuerdo que por algo los denominan los “no lugares”. Son esos metros cuadrados que se saturan de emociones encontradas cuando la espera llega a su fin: ¿esperanza?, ¿angustia?, ¿alegría?, ¿calma?, ¿tristeza? En tiempos de pandemia esperamos resultados de pruebas. Pienso en ello mientras aguardo dentro del coche con un sol impropio de diciembre para una prueba de Covid en el último día del año 2021. Supongo que no podía terminar de otra manera, más en este país que ha decidido que no es necesario vacunar a la infancia porque resisten todo, ya ven lo que han hecho con los niños con cáncer.

Todo inicia con una fiebre intempestivamente alta que no baja por ningún motivo y resequedad de garganta. Esa noche poco se puede hacer a esas horas más que monitorear que todo esté bien; vuelves a esas noches en vela con malestares similares, pero en los que no existía este virus que mantiene en vilo a la población mundial; reconoces que esto es parte de la maternidad que ha sobrevivido desde la noche de los tiempos, aunque en este caso la angustia es mayor porque, aunque perfectamente sana, mi hija no tiene vacuna porque un “médico” (es un decir) disfrazado de subsecretario, un subsecretario disfrazado de médico o lo que sea necesario para gozar de la sonrisa del presidente, ha decidido que no es necesario vacunar a los menores de 15 años.

Al día siguiente la fiebre sigue y así inicias la búsqueda de una prueba en el último día del año. Empiezas por los lugares próximos y de precio justo; por supuesto, no hay disponibilidad hasta el lunes, así que cambias de estrategia y buscas en los del siguiente nivel, y piensas que la cuesta de enero se vendrá más dura, máxime cuando recuerdas que este gobierno decidió que el estímulo para los investigadores nacionales de las instituciones de educación superior privadas no se daría más a partir de enero del 2022, con esa lógica que divide lo público y lo privado entre pureza y maldad. Finalmente logras la cita y allí te diriges. Llegas rápidamente porque a pesar de que la contaminación ambiental indicaría que el tráfico está a tope no hay mucho movimiento; sin embargo, como lo estimabas, hay una fila de coches que esperan lo mismo que ustedes. Así te unes a las caras angustiadas de padres y madres que llevan a niños muy pequeños o en edad aproximada a la de la tuya, todos sentados entreteniéndonos con ventanas abiertas porque pese a estar en invierno el sol quema y estás en una explanada sin carpa ni sombra posible (insisto, los lugares de espera –incluso éste, que ha sido hecho en una emergencia– ya podrían considerar hacerse más humanos). Desde los coches se oyen las risas de niños, pero también quejas porque la prueba es muy molesta e invasiva. Comentamos en cómo harán quienes no pueden darse este lujo, cuántos no están siendo contados en ese registro, ya que desde el día uno de la pandemia es bastante engañoso. Parecería que en este este país toda la posibilidad de atención, de conocer un diagnóstico, de ser tratado ha exacerbado el lujo que ya era, pero que ahora incluye la súplica para la salud de los de menos edad (vuelvo a pensar en los niños con cáncer y sus familias).

Recibes la llamada, te percibes tensa por el tono de tu voz cuando te dicen que debes pagar algo más…, ¿qué más da meterle a esa tarjeta que algún día se pagará como por magia divina? Finalmente, aparece con cara amable quien hará la prueba, o lo poco que deja ver su equipo de astronauta, y con una voz amigable explica que la prueba en nariz y boca es buena idea, ya que la última variante del virus –ómicron– no aparece en la de antígenos, pero que con un positivo puedes empezar algún tratamiento o lo que el médico sugiera. A ella se le salen unas lágrimas porque la prueba es dolorosa, pero por fortuna muy rápida.

Mientras esperas a que todo pase –las dos en silencio– no puedes dejar de pensar en que todo sigue pareciendo por momentos una película de ciencia ficción: una explanada llena de coches en donde nadie abre la puerta o explora lo que queda fuera, unos fantasmas tapados en ropas claras que se asoman a las ventanillas, un sol inclemente, letreros de cómo protegerse del virus o qué no hacer mientras esperas. Quizás es por eso que no cambiamos nada y confiamos en que todo volverá a como era antes; pensamos que esto no es real, o será que eso esperas también tú.

Llegas a casa a toda velocidad porque la fiebre ha vuelto, llamas al médico –te sabes afortunada por tener un amigo especialista que siempre tiene palabras para tranquilizarte–; hay poco que hacer más que ser pacientes y controlarla, muchos líquidos, monitorear la oxigenación y descansar.

Antes de salir por la prueba ya avisaste a su padre, que a su vez debe avisar a su novia y amistades; a tus padres y hermana, que deben avisar a tus tías; a tus amistades vistas en los últimos días, que por fortuna no son muchas, pero que deben informar a los otros. Piensas en esas redes y en esas conexiones y en cómo se esparce este maldito virus. Reconoces tu ente social, que ha necesitado ver a más gente de la debida en los últimos días. Piensas en tus padres y su vulnerabilidad, y esperas que el contar con el cuadro completo de vacunas les ayudará en caso de haberlo contraído; en tu hermana, con esa vacuna para docentes que sigue en duda y sin fecha para refuerzo. La cabeza no deja de dar vueltas entre la culpa, el resolver, el recordar si alguien te falta. Es imposible saber de dónde vino y lo consideras inútil. La fiebre vuelve a subir y tú dejas de darle vuelta a todo eso en lo que pensabas.

Consigues que el laboratorio que ha apoyado tanto a la comunidad de la escuela venga a hacerte una prueba a casa; también logras que vaya a la de tus padres, pero hay que esperar para que eso suceda. Mientras, el último día del año corre entre termómetro, oxímetro, cobijas, botellas de agua y llamadas que desean todo lo mejor para el año que está por comenzar y, por supuesto, muchas recetas caseras de cómo pasarlo lo mejor posible. Todo es confuso.

A la mañana siguiente, en ese día extraño que siempre es el primero del año, quizás por lo silencioso o por ese olor a pólvora que contrasta con la noche en la que se escuchaba gente cantando, corresponde esperar los resultados; no te has preguntado cómo te sientes porque no sirve de mucho. Toca resolver, aunque el cuerpo pesa, la cabeza duele y no dejas de pensar en la inminente vuelta al trabajo; también en todo aquello que deberías haber resuelto antes de cerrar el año.

Así inicia el año con los sentimientos encontrados que te produce el saber que todos somos negativos, menos ella. Y los primeros días de este año transcurren “en espera”.  Y piensas en todos aquellos que buscamos una respuesta humana o un lugar amable para que las cosas se sucedan y este 2022 no sea tan negro como ya lo pintan estos primeros cuatro días en donde lees del CIDE, de la ENAH, de la militarización… en el país de la esperanza, esperar que alguien les perdone.


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