La Bis y sus seis vidas

La Bis vivió seis vidas en 99 años. Hoy me concentraré en la adolescente que huyó de España.

La Bis y sus seis vidas
Pamela Cerdeira

La Bis vivió seis vidas en 99 años. La de la niña que perdió a su hermana por el cáncer cuando la enfermedad no conocía su nombre; la de la adolescente hija de un político republicano que tuvo que huir de la guerra civil española; la joven que llegó a México y se hizo de una vida gracias a una máquina de coser, muestra de la generosidad de todo un pueblo; la madre dura; la abuela y bisabuela dulce que coleccionaba chocolates; y la de la mujer que sobrevivió una pandemia y en sus últimos meses la visitó los inicios de una demencia que amenazaba con llevarse sus recuerdos más preciados.

Hoy me concentraré en la adolescente que huyó de España. Esta historia no es una fiel transcripción de lo que pasó, es lo que ella vivió mezclado con lo que me quiso contar, lo que yo entendí y lo que mis recuerdos me permiten escribir. ¿Por qué hoy? ¿Por qué aquí? Porque una visita al Museo Kaluz me recordó una parte de su historia. La exposición ‘Cicatrices del Cautiverio’ comprende una serie de dibujos de Francisco Marco Chilet, artista valenciano, que quedó atrapado en los campos de concentración (¿o le llamaban internamiento?) donde eran recibidos los refugiados españoles por el gobierno francés. Una vez libre, Chilet cruzó el mar para llegar a República Dominicana, la bis llegó a México, y lo demás es otra historia.

Tenía 16 años, las ideas de su padre obligaron a la pequeña familia de tres a salir huyendo. Una mamá enferma que cargaba con el duelo de una hija fantasma, y una adolescente que seguía los pasos de los suyos en un intento por sobrevivir. El recuerdo de las bombas lo llevaba en la piel. “Cayeron en el edificio que estaba a mi lado”, me contaba. “Pum, pum, sonó tan fuerte que pensamos nos había caído a nosotros, así que tuvimos que salir corriendo”. No había mucho que cargar, algunas cosas de valor, joyas, unas medias –¿quién pensaría en llevar unas medias?– y los conejos. Pensó que eran mascotas, o eso nos hacía creer en su narración, pero después explicaba que poco podía encariñarse con ellos, pues las “mascotas” eran las que aseguraban la comida del día siguiente.

Cuando llegaron a Francia, fueron llevados a uno de estos campos. “Fue horrible, pero hay que entender también al gobierno Francés ¿te imaginas cuánta gente les llegaba? Pues imagino que tendrían que concentrarlos en un solo lugar”. Explicaba como quien se aferra a ver algo de humanidad en medio del terror. Recordaba lo espantoso que era pero no se detenía mucho en sus detalles, pues ella y su familia pudieron dormir en un pequeño cuartito que tenía el vigilante del campo. Lo consiguieron porque su madre dio a cambio los dos paquetes de medias que llevaba con ella. Sí, fueron las medias, el objeto más preciado y valioso que jugaron la suerte de soborno que les permitió un par de noches más tranquilas. Después, un sacerdote los albergó en su iglesia y eso les permitió seguir su camino rumbo a México.

Como hija de migrante, crecí escuchando historias de barcos que llevan a un mundo mejor. La historia de mi papá y su (única) pelota de trapo que acabó en el mar, y la historia de la bis y las galletas duras que robaba para tener que comer. Hambre, hambre era lo que definía sus noches y días a bordo del Sinaia. También la incertidumbre, pues en esa nueva tierra prometían mucho trabajo para quienes quisieran llegar al campo, pero su padre era político y académico ¿de qué iban a vivir?

No fueron las bombas, ni los recuerdos de Francia o comerse a sus mascotas, lo que siempre ahogaba la mirada de la bis, era el recuerdo del generoso país con el que se encontró. Tanto, que ella y yo teníamos un pacto para cuando muriera, era un encargo especial. El 26 de julio de este año me tocó cumplir el pacto, es curioso el cómo una promesa puede mantenerte de la mano de alguien aun cuando tenga horas de haber dejado de respirar. Pero eso, se los contaré en otra ocasión.

@PamCerdeira

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