Por Pamela Cerdeira
Recalculando. Las rutas que marcaba Waze eran imposibles. Encendí la radio para anticiparme a lo que me esperaba:
“Continúan las protestas, hay toque de queda en el centro de Los Ángeles, la gente no debería salir a la calle… continuamos informando desde el helicóptero.”
Imaginé todos los escenarios, desde tener que arrastrar la maleta por cuadras hasta buscar un hotel en otra zona. Pero no fue así. Llegué sin problemas al hotel, que estaba a tan sólo dos calles de donde sucedía una de las protestas. Le pregunté al concierge si era seguro salir. Me miró con desconcierto. Le pregunté si había toque de queda y su cara de extrañeza fue tal que pensé que lo que estaba fallando era mi inglés. Cuando me quedó claro que salir era seguro, pisé la calle.
Llegué a la zona que la periodista de la radio había mencionado. Lo que yo alcancé a ver me recordó a las marchas del 8M. Miles de mujeres salimos a las calles; todas lo hacen desde distintos puntos y solo unas cuantas llegan al Zócalo. En el Zócalo hay de todo: las que están sentadas en el primer cuadro cantando, las que se toman fotos, las que están pegando fotos de agresores en algún poste. Y pegadas a las vallas que monta la Secretaría de Seguridad de la Ciudad de México están unas cuantas, que si bien no son muchas, son las favoritas de los medios de comunicación: mujeres, en su mayoría encapuchadas, que armadas con martillos golpean las vallas de metal. Cuando del otro lado lanzan gases lacrimógenos, ellas salen corriendo hacia el centro de la plancha, para luego regresar a golpear las vallas. Por ahí de las 8 de la noche todo se ha acabado. El gobierno local niega el uso de lacrimógenos; Marabunta los desmiente, habiendo sido testigo de los ojos llorosos y la piel que arde, hasta que el próximo año vuelva a repetirse todo.
No está montado, pero parece una coreografía. Las imágenes que acaparan la mayor parte de la atención de los medios y las redes sociales hacen que todavía haya mujeres que no van a la marcha porque les da miedo.
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