Por Pamela Cerdeira
Los niños regresaban de la escuela con todo el ruido que se habían guardado durante las clases, pero bastaba una frase para que volvieran a quedarse mudos: “Shh, ahí está la señorita Fuentes.”
La señorita Fuentes era, en ficción, la secretaria del licenciado: un abogado que cobraba a los clientes que habían dejado de dar el abono por los muebles que compraron. También era, en parte, detective: no solo fingía ser la secretaria del abogado, también investigaba a qué hora salían y entraban los morosos para poder agarrarlos en el momento exacto.
La señorita Fuentes no existía. Era el seudónimo que mi abuela usaba para cobrar.
Era la señorita Fuentes cuando impulsaba el negocio familiar. Era la doctora Morán cuando se ponía la bata blanca y daba consulta. Era la maga Tere cuando se subía a un escenario. Era también madre preocupada.
“Tu abuela es candil de la calle, oscuridad de su casa”, escuché más de una vez. Es hasta hoy que entiendo lo que esconden esas palabras.
Mi abuela no era oscuridad en ningún lado. Solo que, en privado, operaba como la señorita Fuentes: sin ser vista, en la oscuridad.
La idea me lleva inevitablemente a la bruja de Blanca Nieves preparando una manzana envenenada, pero no. Ella no era una bruja, y no quería matar a nadie. Quería salvarlo.
Uno de sus hijos tenía un importante problema de adicciones. Ella, que seguramente pensó en resolverlo con una intervención o una sesión de hipnosis, optó por la opción más dura: otra droga.
La señorita Fuentes era también madre, en un México sin internet pero con la posibilidad de conseguir cualquier sustancia.
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