Por Pamela Cerdeira
Denunció no porque creyera en el sistema; hacerlo le permitía convertirlo en un trabajo de investigación—vivencial, pero investigación al fin y al cabo—, una especie de periodismo gonzo. ¿La asustaron las amenazas? Sí y no. No es el oficio el que engrosa la piel, es la mala leche de las personas. ¿Son personas? ¿Hay un nombre y un apellido detrás de una amenaza? ¿O es una persona con quinientas cuentas que lo mismo da copy/paste a una amenaza que a un follow masivo o a inflar una tendencia en redes sociales? No se sabe, pero podría saberse.
Ese par de mensajes eran distintos a los demás, eran específicos sobre el lugar en el que la cumplirían, y eso hizo que les dedicara más atención de lo que usualmente hacía. ¿Hay alguna razón en especial por la que la hayan amenazado? ¿Ha criticado a alguien últimamente? ¿Una expareja enojada? ¿Un amante? ¿Alguien a quien haya rechazado sexualmente? Las preguntas hechas por la autoridad le parecieron comiquísimas. Seguramente porque trataba de estar más en contacto con su posición de periodista que con la de víctima; aunque la denuncia era legítima. Había recibido un trato preferencial: el área de comunicación social la había recibido en las puertas de la fiscalía. Se preguntaba si los tiempos de espera eran los mismos para cualquier otro denunciante.
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