Por Rosa Covarrubias
Ojalá que esa frase que acompañó a Javier Hernández a lo largo de siete años hubiera sido la más icónica, con la que los aficionados —y no tanto— al futbol lo identificaran por el resto de su vida, aquel “imaginemos cosas chingonas” que invitaba a soñar con un futuro prometedor en el futbol.
Ojalá que esas cosas chingonas se hubiesen quedado en el terreno de juego: marcando goles, ganando títulos y perdiendo partidos, aprendiendo de ellos y entendiendo que la fama se construye para bien o para mal.
Cientos y miles de mujeres y hombres lo idolatraban: un buen jugador, educado con las personas a su alrededor, carismático y también un futbolista entregado en cuerpo y alma a su deporte; profesional fuera y dentro de la cancha, el niño modelo que, en comparación con otros jugadores de su edad, crecía y ya aprendía de todos los modelos futbolísticos… hasta que algo cambió. Las críticas comenzaron, y pareciera que dejó de imaginar cosas chingonas, por lo menos para muchas de nosotras.
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