Por Rosa Covarrubias
Hay historias que afortunadamente están destinadas a repetirse, no por destino sino porque el deporte necesita leyendas que lo mantengan vivo.
Cuando era niña, mi padre me contaba historias extraordinarias de seres que parecían haber llegado desde otro planeta, personas extraordinarias que cambian el rumbo de la historia.
Hace poco más de un siglo, un gigante de nombre George Herman Ruth, mejor conocido como Babe Ruth, rompió todo paradigma del béisbol.
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Era un lanzador formidable que también podía destrozar pelotas con el bate. Hay miles de historias contadas acerca de él y de entre todas películas que lo nombran, quizá, la que más recuerdo de niña: El Sandlot. De ahí nació mi curiosidad por Ruth.
El Bambino fue el pionero de lo imposible: bateador estrella que también subía al montículo, lanzador que luego se convirtió en icono del bate.
Aunque mi padre no lo vio jugar, me contó: “decían que su talento era de otro mundo, lo que hacía era tan improbable que no volvería a verse en siglos” y por décadas, tuvieron razón… hasta que del otro lado del Pacífico, en Japón, nació Shohei Ohtani.
Octubre de 2025, la Serie de Campeonato de la Liga Nacional fue más que una semifinal: fue una consagración de otro planeta, como si un Seiryu se apoderara del Dodger Stadium. Ohtani, el joven que alguna vez soñó con ser “el mejor jugador del mundo” no solo lanzó con la precisión de un cirujano ponchando a 10 rivales, también conectó 3 jonrones que parecían escritos por la mano de un guionista.
Cada swing tenía algo de destino. Cada lanzamiento, un eco de historia. En un deporte donde las estadísticas lo miden todo, Ohtani rompió la barrera del asombro, esa que no entiende de números.
Quienes seguimos béisbol sabemos que la comparación con Babe Ruth es casi un sacrilegio. Ruth fue el rostro del béisbol moderno, el héroe que llevó el juego al público masivo, el hombre que convirtió cada estadio en una catedral.
Ohtani no le teme a ese nombre y no espera estar detrás como una sombra, por el contrario, juega como si conversara cara a cara con el fantasma del Bambino cada vez que sube al montículo, es como si Ruth estuviera detrás de cada uno de sus movimientos, tanto en la lomita, como en el plato, es, sin duda, el heredero de una magia indescriptible.
Ambos son figuras imposibles, unidas por la idea de que se puede ser dos cosas a la vez: pitcher y slugger; creador y destructor; mito y humano.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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