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Por Rosa Covarrubias

La Carta Olímpica es clara en cuanto a la promoción de valores y el objetivo del olimpismo, “poner el deporte a servicio del desarrollo armónico del hombre, con el fin de favorecer el establecimiento de una sociedad pacífica y comprometida con el mantenimiento de la dignidad humana”.

Desde los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna, el Comité Olímpico Internacional ha estado en la búsqueda constante de un ideal, promover la paz y comprensión de todos los pueblos, sin importar raza, religión o género, pese a ello, el olimpismo ha tenido capítulos en su historia que, en ocasiones, quisieran borrar.

Los Juegos Olímpicos de 1968 marcaron un precedente en muchos sentidos. Primera transmisión en televisión satelital a color; Enriqueta Basilio se convirtió en la primera mujer en encender el pebetero olímpico; Dick Fosbury ganó el oro evolucionando el salto de altura con la técnica que actualmente se emplea; Bob Beamon destrozó el récord olímpico y mundial en salto de longitud con una distancia de 8.90 metros. Los países se hermanaron en la ceremonia de clausura, una fiesta en todos los sentidos, excepto por un capítulo.

Mujeres al frente del debate, abriendo caminos hacia un diálogo más inclusivo y equitativo. Aquí, la diversidad de pensamiento y la representación equitativa en los distintos sectores, no son meros ideales; son el corazón de nuestra comunidad.