Por Rosa Covarrubias
Son las 4:30 de la tarde en la Ciudad de los Deportes. Sobre la cerrada Augusto Rodin, de fondo se escucha “El Gato Montés”, un pasodoble de Manuel Penella, a lo lejos, las cacerolas y protestas, la Monumental Plaza de Toros México vuelve a abrir sus puertas para el 78 aniversario.
‘Una “fiesta” que se mancha de sangre’, ‘una barbarie’, gritos de ‘toros sí, toreros no’, dicen los que están en contra de las corridas de toros, ‘un arte que pocos comprenden’, responden los que están a favor, una valla metálica los separa, para resguardar la seguridad de los asistentes a la Plaza de Toros, mientras que los colectivos continúan con la recaudación de firmas para la abolición del que llaman un crimen atroz y retrógrada.
Aún recuerdo mi primer acercamiento con la tauromaquia, tendría 7 u 8 años cuando vi una corrida de toros por televisión, me llamó la atención, primero, ese portento de animal de color azabache, ojos profundos y unos largos cuernos que brillaban con la luz del sol, después el traje de luces y el capote rojo, poco o nada entendía de aquello, excepto que no me gustaba ver la sangre del toro. En aquella ocasión mi padre me explicó, a grandes rasgos, lo que ocurría con el toro tras su muerte.