Por Samara Martínez*
audio-thumbnail
Audiocolumna
0:00
/165.216

Sé que algún día —no muy lejano— la sociedad mirará hacia atrás con vergüenza. Se preguntarán cómo fue posible que, teniendo la capacidad de aliviar, hayamos elegido ignorar. Cómo permitimos que miles de personas murieran lentamente, atrapadas en cuerpos que dejaron de responder, en enfermedades donde la medicina ya no puede prometer una cura, solo prolongar la agonía.

El futuro se estremecerá al descubrir que, en pleno 2025, criminalizamos la compasión. Que convertimos en delito el acto más humano de todos: permitir que alguien deje de sufrir. Se asombrarán al saber que obligábamos a personas vulnerables, desgastadas por años de lucha, a seguir viviendo dentro de un dolor que ya no les pertenecía, dentro de un cuerpo que ya no sostenía vida, sino resistencia.

Quizá para ese entonces yo ya no esté aquí. Mi cuerpo —este cuerpo que ha sido campo de batalla durante tantos años— está cansado. Se apaga lentamente, como una vela que aún da luz, pero que sabe que cada parpadeo es un recordatorio de que el final se acerca. Y sin embargo, no tengo miedo. Lo único que ocupa mis pensamientos es la urgencia de hablar, la necesidad de romper un silencio que ha condenado a tantos.

Porque antes de irme quiero dejar sembrada una revolución: una revolución que no grita, que no destruye, que no exige privilegios, sino dignidad.

Una revolución que reconoce que no hay acto más profundo de amor propio —ni más valiente— que decidir cuándo la vida deja de ser vida y se convierte en una extensión del sufrimiento.

Quiero que las personas que han luchado contra su propio cuerpo durante años —como yo— tengan la posibilidad de despedirse con plenitud, sin culpa, sin miedo, sin ser tratadas como criminales por anhelar descanso. Quiero que dejemos de llamar “delito” a lo que en realidad es un acto de justicia emocional. Que entendamos que morir no es fracasar; fracasar es obligar a alguien a seguir viviendo cuando todo lo que queda es dolor.

Mi paso por este mundo ha tenido un propósito: hacer visible lo invisible, cuestionar lo que nadie quiere ver, abrir una conversación que por décadas se nos llamó prohibida. Y aunque mi vida es finita, sé que la revolución que estoy sembrando no lo es. El cambio llegará. La eutanasia dejará de ser un tabú, un castigo, un miedo; y se transformará en una opción amorosa, humana y profundamente compasiva.

Tal vez yo no alcance a ver ese futuro. Pero sé que cuando llegue, alguien recordará que un día hubo personas que se atrevieron a levantar la voz, incluso cuando apenas podían respirar. Y ojalá, entre esos nombres, esté el mío.

Porque mi cuerpo se apaga... pero mi voz, esa, sigue encendida.

Y no pienso dejar que se apague antes de tiempo.

*Activista por #MuerteDignaYa

✍🏻
@samaraamm

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


Mujeres al frente del debate, abriendo caminos hacia un diálogo más inclusivo y equitativo. Aquí, la diversidad de pensamiento y la representación equitativa en los distintos sectores, no son meros ideales; son el corazón de nuestra comunidad.