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Por Sandra Romandía

¿Quién cuida al que dice que nos cuida? ¿Quién pone freno al que dice que solo quiere protegernos, pero mientras habla ya tiene las llaves de nuestra casa, la bitácora de nuestras llamadas, la ruta que tomamos al trabajo, y hasta el historial de lo que compramos con nuestra tarjeta?

Esta semana, mientras la mayoría miraba a otro lado —ocupada quizás en las disculpas públicas forzadas de periodistas, tuiteros y ciudadanos que osaron criticar al poder— el Senado mexicano aprobó una serie de reformas que, en otro contexto, podrían parecer razonables. En un país con 90 asesinatos al día y redes criminales más organizadas que el propio Estado, ¿quién se opondría a mejorar los sistemas de inteligencia y seguridad?

Pero no. No estamos en Suiza ni en un país con contrapesos reales. Estamos en México, donde un gobierno que se dice víctima del espionaje acaba de legalizar su propia lupa para mirar a quien le incomode. Y lo ha hecho mientras exhibe públicamente, humilla y persigue a quienes ejercen el incómodo arte de opinar.

Se trata de la llamada “Ley Espía”, un paquete de tres reformas: a la Ley de Telecomunicaciones y Radiodifusión, a la Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública y a la Ley del Sistema Nacional de Investigación e Inteligencia. Todas con nombres grandilocuentes y justificaciones que apelan al bien común, pero que, en el fondo, concentran el poder de vigilancia estatal como nunca antes. ¿Qué podría salir mal?

La primera elimina al Instituto Federal de Telecomunicaciones, crea la Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones y obliga a las compañías telefónicas a compartir tu geolocalización en tiempo real. También impone una CURP biométrica obligatoria, rebautizada como “Llave MX”, para que el Estado pueda abrir —y cerrar— todas las puertas de tu vida digital con una sola llave maestra.

La segunda reforma, a la Ley de Inteligencia, permite a la Secretaría de Seguridad y al CNI acceder a tus datos bancarios, médicos, fiscales, de navegación web... todo sin necesidad de una orden judicial. Sí, sin juez. ¿Y quién garantiza que esa información no terminará usándose para castigar al crítico en vez de al criminal?

Y la tercera conecta los sistemas de seguridad para que el Ejército, la Guardia Nacional y las policías estatales compartan información de manera automática. Todo esto suena muy eficiente. También suena peligrosamente familiar.

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