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Por Sandra Romandía

Las leyes suelen presentarse como guardianas del bien común, pero a veces se convierten en sofisticadas armas de discriminación. Eso es lo que ocurría con el límite del 50% de ocupación impuesto a quienes rentan espacios a través de plataformas digitales en la Ciudad de México. Una medida que, bajo el pretexto de combatir la gentrificación, castigaba solo a un sector: los anfitriones, mientras los hoteles seguían jugando con cancha libre.

Un Tribunal Federal ha puesto las cosas en su lugar. La reciente sentencia de amparo que declaró inconstitucional ese límite no solo es un respiro jurídico: es la confirmación de que no se puede legislar con sesgo. La igualdad no admite cláusulas chiquitas.

Lo digo con conocimiento de causa: yo también tengo un espacio pequeño, muy modesto, que pongo en renta cuando no lo ocupo. No es un “negocio millonario”, ni una amenaza para el turismo tradicional; es, simplemente, ejercer un derecho: aprovechar un bien propio, de manera legítima, en un contexto en el que los ingresos extra no sobran.

¿Quién puede explicar, con lógica que no sea la del lobby hotelero, por qué alguien como yo debería tener limitado el derecho a rentar su espacio la mitad del año? Esa regla absurda no solo atentaba contra el sentido común, sino contra un principio constitucional: la igualdad. Porque mientras unos podían explotar al cien por ciento sus habitaciones, otros quedábamos condenados a la mitad de las oportunidades.

La sentencia no resuelve todos los problemas —la gentrificación, la especulación inmobiliaria, el encarecimiento de barrios enteros—, pero sí marca una línea clara: el Estado no puede imponer restricciones desmedidas a unos y privilegios a otros. La regulación inteligente debe equilibrar intereses sin aplastar derechos.

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