Por Sandra Romandía
Los libros no cambian el mundo, cambian a las personas, y las personas cambian el mundo. No lo digo como cita, sino como testigo. Hace algunos años participé en un libro colectivo llamado Los 12 mexicanos más pobres, de editorial Planeta y coordinado por el periodista Salvador Frausto. Mi capítulo contaba la historia de Crisanto Hernández, un campesino hidalguense que soñaba con levantar el vuelo y construir una casa de block en medio de la sierra huasteca. La historia, publicada en 2016, llegó a alguien que decidió ayudarlo a él y a su sobrino. Todo porque una historia escrita atravesó la indiferencia.
Si alguien se lo hubiera contado oralmente, quizá no habría sucedido nada. La lectura activa zonas del cerebro que transforman el relato en experiencia. Según un estudio de la Universidad de Emory, leer narrativa modifica la conectividad de la corteza temporal izquierda, la región asociada al lenguaje y la empatía, y ese efecto puede durar varios días. En términos simples: leer no solo informa, sino que reconfigura la mente. Los libros son gimnasios neuronales, pero también túneles de empatía.
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