Por Sara Reynoso
Hace poco escuché que lo único que hizo bien Dios fue la infancia, esa dulce etapa de inocencia en la que nada nos preocupa, la vida pasa y fluye suavecito y nuestra única preocupación es saber qué nos iban a traer los Reyes Magos.
De pronto comenzamos a vivir más conscientes, pero también más desconectados, el placer, el amor, la vida, todo es inmenso, todo se siente supremo, pero no escuchamos el latir del corazón, no vemos con los ojos de la verdad. La juventud es un éxtasis en el que la verdad se tiñe del color que la queremos ver.
Queremos deslumbrar al mundo y a la vida, queremos amar, ser amados, o por lo menos eso quería yo, mi ilusión más grande era enamorarme, casarme, tener hijos, fin de la historia. Y si me casé y me enamoré pero eso fue solo el umbral de la vida, tener hijos no es el final último, es el principio de una travesía entre mezclada de lágrimas, risas, ilusiones, deseos y un mar de preocupación que a veces se pinta de gran satisfacción.
¿Qué si Dios acertó sólo con la infancia? O será acaso que nosotros no tenemos una idea real o clara de lo que es la vida, vamos persiguiendo sueños que cuando los logramos nos siguen dejando vacíos, o cumpliendo sueños, uno tras otro, pensando ¿cuál será realmente el placer de vivir?
La realidad es que tenemos que aprender a ver, sentir y morir, en ese orden, aunque a veces morimos sin haber visto previamente. Perderse entre los espejismos de lo social, de las marcas, de los logros, ese es el rubro más álgido, pues si no hemos aprendido a vernos con los ojos de la verdad y el amor, cada logro se sentirá efímero, vago e insuficiente.
Ver, ver la vida en toda su expresión, ver la verdad del ser humano, lo hermoso y lo dual, la realidad, y amar la realidad, poder entregarnos a amar verdaderamente todo lo que vemos es el primer gran logro de vida.
Sentir, sentir sin juicio, sentir rabia, ira, tristeza, decepción, o pasión, éxtasis y vehemencia, de esa que nos llena y nos hace sentir imparables e invencibles.
Sentir el verdadero amor, no ese que nos despierta mariposas en el estómago, sino ese suavecito que se va formando y manifestando, una relación con un amigo, un hijo, una mascota, con la tierra o contigo misma, el amor verdadero es fácil, es suave, es armonioso, no es exigente ni demandante, se siente ligero y gozoso, pocos seres humanos sabemos sentir el verdadero amor en todo y en todos, empezando por el amor a nosotros mismos.
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