Por Sofía Guadarrama Collado
Entre 1825 y 1836 una horda de norteamericanos se mudó al estado de Tejas, que todavía pertenecía a la recién independizada República Mexicana. En 1836, esos inmigrantes norteamericanos decidieron declarar la independencia de Texas.
El gobierno mexicano no reconoció la independencia de la República de Tejas y, para recuperar el territorio perdido, emprendió la batalla de San Jacinto, cerca de San Antonio. El general Samuel Houston defendió el territorio y Antonio López de Santa Anna terminó preso.
La liberación de Antonio López de Santa Anna se pactó con la firma del Tratado de Velasco, Texas, con el presidente texano David G. Barnet, el 14 de mayo de 1836.
El presidente Anastasio Bustamante no reconoció el Tratado de Velasco, pero tampoco hizo nada para recuperar Texas. Por lo cual Santa Anna regresó a la presidencia y reanudó la guerra en 1842, al mando del general Mariano Arista.
Hasta ese momento la guerra era entre México y la República de Tejas. Pero todo cambió cuando los tejanos decidieron anexar el territorio a Estados Unidos. Entonces, en 1846, estalló la guerra entre los Estados Unidos y México.
Para el 12 de septiembre de 1847, el norte de México y los puertos estaban tomados por los estadounidenses. Un segundo ejército norteamericano entró por mar a Veracruz y de ahí marchó hasta la Ciudad de México, donde se apoderaron del Antiguo Convento de Churubusco y Molino del Rey.
Estaban a punto de tomar la sede del Colegio Militar, ubicada en el Castillo de Chapultepec, al mando del General Nicolás Bravo y aproximadamente 850 hombres. También estaba el futuro general conservador Miguel Miramón.
Los estadounidenses llegaron al castillo a las 9:30 de la mañana y comenzó la batalla cuerpo a cuerpo. Entre ellos estaban Juan de la Barrera y los cadetes Agustín Melgar, Francisco Márquez, Fernando Montes de Oca, Vicente Suárez y Juan Escutia.
Se dice que no existieron.
Los Niños Héroes sí existieron. Pero no eran niños. Francisco Márquez era el más joven con 14 años de edad. Vicente Suárez tenía 17; Fernando Montes de Oca, 18; Agustín Melgar, 18; Juan de la Barrera, 19; y Juan Escutia, 20.
Es falso que fueran los únicos cadetes. En la batalla en el Castillo de Chapultepec, el 13 de septiembre de 1847, combatieron más de 600 soldados. A 50 cadetes se les ordenó no participar en los enfrentamientos. Pero, al ver que México estaba perdiendo, seis cadetes desobedecieron órdenes y salieron a pelear. Por lo cual perdieron la vida.
Es falso que estaban borrachos.
Es falso que estaban castigados.
Hay quienes aseguran que Juan Escutia no se arrojó para proteger la bandera, y que en realidad se tropezó. Alfredo Ávila, historiador de la UNAM, asegura que “no hay registro de que Juan Escutia estuviera en la batalla”.
Tampoco existe evidencia de que Juan Escutia se haya envuelto con la bandera mexicana y se haya lanzado.
El único que ha mencionado esto ha sido el historiador norteamericano, John Sheldon Eisenhower —hijo del presidente norteamericano Dwight D. Eisenhower—, que escribió: “El general Bravo entregó su espada, tachonada de piedras preciosas, pero no logró que se rindieran seis de sus jóvenes cadetes, los cuales prefirieron morir. Uno de aquellos muchachos, con la bandera mexicana en los brazos, perdió la vida al arrojarse del muro”.
De acuerdo con el político Guillermo Prieto, el 8 de septiembre de 1847 (y no el 13 de septiembre), 5 días antes de la batalla del Castillo de Chapultepec, “el capitán Margarito Zuazo, del batallón Mina, corrió al edificio principal de Molino del Rey, se quitó la chaqueta y la camisa, y se envolvió la bandera en el cuerpo, pero murió atravesado por las bayonetas estadounidenses”. Se aferró a la bandera, pero no se aventó con ella.
En 1848 se firmó el tratado de Guadalupe-Hidalgo, en el que México perdió el 55% de su territorio: California, Nuevo México y Texas (hoy en día California, Nevada, Utah, la mitad de Colorado, un tramo de Wyoming, un trecho de Kansas y otro pedazo de Oklahoma, Arizona, Nuevo México y Texas).
Hace 77 años los Niños Héroes eran totalmente desconocidos en México. Esto se debe a que el 3 de marzo de 1947 —centenario de la invasión estadounidense—, el presidente de Estados Unidos, Harry Truman, visitó México. Poco después, el presidente Miguel Alemán viajó a Washington.
Uno de los peores defectos de muchos y muchas mexicanas es su resentimiento y su incapacidad para dejar el pasado atrás. La población consideró que la visita del presidente mexicano a Estados Unidos era un acto de entreguismo.
Para tranquilizar a la sociedad, el gobierno alemanista urdió un engaño con el fin de exacerbar el nacionalismo. Poco después de la visita de Truman, se anunció con bombo y platillo que al pie del cerro de Chapultepec habían sido halladas seis osamentas. A pesar de las dudas de los peritos e historiadores, que no se atrevieron a contradecir al presidente Alemán, quien declaró, mediante un decreto presidencial, que los restos pertenecían a los Niños Héroes.
El 13 de septiembre de 1947, el gobierno develó en la Cámara de Diputados la inscripción en letras de oro con la leyenda “A los Niños Héroes de Chapultepec”. El 14 de septiembre las urnas de plata con sus restos fueron colocadas en la Plaza de la Constitución, en donde se realizó un suntuoso homenaje.
El culto a los símbolos patrios sólo sirve para adoctrinar a un pueblo ignorante y darle un sentido de pertenencia a la nación. Estos cadetes fueron enaltecidos para encubrir un gran fracaso: la pérdida de la mitad del territorio nacional.
El mismo ardid se repitió en 1949 con el hallazgo de los supuestos restos del tlatoani Cuauhtémoc, en Ichcateopan, Guerrero. Que por supuesto el INAH ya demostró que no pertenecen a este gobernante.
A partir de entonces la historia oficial nacionalista explotó la historia de los Niños Héroes hasta el cansancio.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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