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Por Sofía Guadarrama Collado

Leo Rancho Izaguirre una y otra vez en decenas de columnas esta semana, y pienso que quizá ya se ha dicho todo. Pero no puedo apartar la mirada. Leo Teuchitlán, Jalisco y me atormenta. Intento evadir el tema, buscar algo menos aterrador para escribir mi columna, pero no puedo. No puedo. Este horror me persigue. No he dejado de imaginar el sufrimiento de quienes fueron cruelmente torturados en ese lugar. No porque sea un tema nuevo para mí. Hace años leí sobre atrocidades similares en México, y entonces, como ahora, me parecieron pavorosas.

Lo que me abruma aún más es cómo, con el paso de los días, estas noticias se diluyen. Se desvanecen como tantas otras tragedias horrendas que México ha presenciado. Las calles deberían estar desbordadas. Todas las plazas de cada ciudad, cada municipio, cada capital estatal deberían tener a millones de personas exigiendo justicia, para que no se vuelva a repetir. ¡Jamás! 

Pero eso no ocurre. Al México de hoy parece no dolerle tantas atrocidades. Al México de hoy parece darle lo mismo si se encuentran dos fosas comunes, cinco laboratorios para disolver cuerpos en ácido, ocho crematorios clandestinos, dos campos de exterminio, un campo de adiestramiento, doscientos pares de zapatos o decenas de restos óseos. La cifra ya no importa. Para el México de hoy, esta tragedia se convierte en un número más.

Para muchos, la noticia de los campos de exterminio en México es abrumadora y completamente nueva. Pero la gran mayoría de la ciudadanía jamás se enterará de estos horrores. No porque no existan, sino porque la realidad no llega a sus oídos. Lo que escribo no es una exageración. El mexicano promedio, la mexicana promedio —la clase obrera, los campesinos, los pobres, que son la mayoría— no leen noticias, no escuchan noticieros, no se preocupan. No porque no les importe, sino porque no tienen tiempo. 

El albañil, la empleada doméstica, el talachero, la mesera, el jardinero, la cocinera, el mecánico, la costurera, los jornaleros, los campesinos... La lista es interminable. No tienen tiempo para leer ni ganas de escuchar noticieros. Su día a día está lleno de luchas más inmediatas.

¿Y qué hay de la clase media y alta? Cierto, muchos de ellos tampoco están interesados en los conflictos nacionales. Ya tienen suficientes problemas personales como para preocuparse por los demás. Y si se enteran, lo hacen a medias y mal.

Para desgracia nuestra, las redes sociales han abonado a la distorsión de la información que circula. Muy pocos reciben la noticia en línea recta, es decir, el primer día. La mayoría se entera en los siguientes días, por medio de un maquiavélico zigzagueo: «esto que está ocurriendo es por culpa de los gobiernos de Fulanito y Menganito».

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