Por Sofía Guadarrama Collado

Lo mismo que un árbol que espera paciente el agua en medio de la sequía, pero sin saber si algún día volverá a humedecer sus raíces sedientas, mi verdadera yo tuvo que aguardar en la sombra, mientras mis otras yos se desenvolvían por la vida como animales silvestres en busca de agua y alimento, pero sin un objetivo fijo, pues no se puede abrazar un propósito en la vida si no se sabe primero qué queremos o quiénes somos, o si somos lo que creemos ser, o quién queremos ser; como los lepidópteros, que al nacer como frágiles orugas ya portan el designio de su esencia, tejiendo con sus sueños la promesa de flores y alas, hasta que la metamorfosis les otorga su destino.
La memoria es subjetiva, caprichosa y altanera: conserva en sus archivos polvorientos sólo lo que le da la gana, reproduce a conveniencia, y si se le antoja, desfigura la información con el trazo grosero de sus arbitrariedades. Contaré, según mi versión, lo que recuerdo, o por lo menos lo que crea conveniente esa bruja maldita llamada mi memoria.
Entre los fragmentos dispersos en mi cabeza, evoco a la primera de mis yos, prisionera en un rincón donde el refrigerador murmuraba su eterno frío y la alacena de puertas corredizas ocupaba la pared como un testigo indiferente. En ese espacio, apenas suficiente para un cuerpo, construía el eco de mis tardes, castigada, en soledad, acompañada por los objetos, muchos olvidados, que, sin querer, heredaban los silencios de esa cocina.
Tenía ocho años y había sido castigada como un ancla en el rincón más vigilado de la cocina, donde mamá había encontrado el lugar perfecto para tenerme bajo su escrutinio. «No sales de aquí hasta que te aprendas las tablas de multiplicar», repetía mamá, al mismo tiempo que entraba y salía de la cocina cada cinco minutos, como si esas palabras fueran el conjuro que abriría mi mente al lenguaje impenetrable de las confusas matemáticas.
Las tablas eran un enigma que se me escapaba como agua entre los dedos; apenas sí lograba atrapar la del tres, la del cuatro, tal vez la del siete, y ya se me habían desvanecido como ecos al cabo de unos días de la memoria las primeras que había aprendido. Mi cabeza, indomable y caótica, se extraviaba en un laberinto de ideas y fantasías que viajaba lejos, lejos, muy lejos y sin tregua.
Nadie en casa comprendía aquel caos invisible que me gobernaba. Treinta años después, una psicóloga, con la paciencia que ni las matemáticas ni yo compartimos, puso nombre al huracán infinito que habita en mi cabeza: Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad.
Mi liberación se aproximaba con la lentitud, como las agujas del reloj que se deslizaban hasta el lejano cinco de la tarde—cinco, como los dedos de cada mano; cinco, como los dedos de cada pie; cinco, como el canal de televisión; cinco, como la mitad de diez; cinco, como el número más sencillo; cinco, como los brazos de las estrellas de mar; cinco, como la tabla más fácil; cinco, como los días de escuela; cinco—, hora en que inevitablemente se acabaría mi penitencia. Mamá perdonaría mi deuda y arrancaría los clavos de las tablas (de mi cruz) de multiplicar. Mi castigo llegaría a su fin y mamá, enredada en el tumulto de sus propias urgencias, se enfocaría en otras cosas más importantes.
Mis recuerdos se esconden tras un velo incierto. Mi memoria ya no es aliada mía; se ha convertido en una especie de bufón cruel que juega conmigo. Susurra imágenes que luego desmiente con su voz traicionera: «Esa escena nunca existió, la inventaste en algún rincón de tu mente inquieta». Y entonces me pregunto si lo que pienso haber vivido es verdad o un espejismo tejido por los caprichos de mi imaginación.
Lo que sí es cierto es que en la casa mi mamá tenía una guardería, un establecimiento bullicioso, al que todas las mañanas llegaban muchos niños que le daban vida a las paredes. Allí estaban mis amigas, mi refugio, mi universo entero. Cuando la última risita se apagaba y los niños se marchaban a sus hogares, la tarde se convertía en un territorio compartido con mis hermanos, Vicky y Genaro. Él, siempre cómplice de las travesuras más osadas, me abría las puertas de lo irreverente; mientras que ella, con su ejemplo intachable, dibujaba el mapa de lo correcto. «Es la niña de la casa», decían, sin advertir que yo también era una niña, tan niña como las otras niñas que alguna vez jugaban entre esas paredes de infancia perpetua.
En nuestro menú, las tortillas fritas en aceite y bañadas con limón y sal eran nuestra especialidad. Mientras Vicky abría la bolsa de las tortillas, yo arrastraba dos sillas hasta la estufa, el altar donde nuestras pequeñas ceremonias culinarias tomaban forma. Yo sacaba la sartén y ella encendía la llama. Ambas, de pie sobre las sillas, contemplábamos, como jóvenes magas, la danza dorada que transformaba las tortillas en bocados perfectos.
Tenía más hermanos: Neto, Pitu, Gina y Lolis. Neto y Gina ya se habían casado. De la boda de Neto no sé ni cuándo ocurrió; y de la de Gina tengo un solo recuerdo sobre aquella fiesta donde las trompetas dieron inicio a la cumbia. Había muchísima gente. Todos aplaudían mientras el tío Pepe —un hombre delgado y bigotón— y mi hermano Neto, comenzaron a bailar con unas copas de cristal sobre sus cabezas. Fue divertido ver cómo ágilmente movían los hombros y las caderas al ritmo de la cumbia, con los brazos extendidos, sin tirar sus copas. Mama, el negro está rabioso... ¿Mama qué será lo qué quiere el negro?
Creo que eso fue en 1983. Más tarde el tío Pepe me cargó en hombros y comenzó a bailar. Carro show cantaba: Es un veneno, tu amor es un veneno, sin embargo, lo quiero para poder vivir…
De pronto el tío Pepe perdió el balance. Yo no me acuerdo, pero después, él dijo que del susto le enterré los dedos en los ojos. Caímos sobre unas cajas de botellas de cerveza.
—¡Muévanse! —gritó una voz femenina.
—¡Toñito! ¿Estás bien? ¿Te golpeaste? —preguntó Gina.
Sí… Toñito. O Toño. Y cuando estaban enojados conmigo: ¡Pinche Antonio! Con ese nombre me registraron, sólo porque cuando nací me vieron unos genitales entre las piernas que no debían estar ahí. ¿Qué se puede esperar? Era la década de los setenta, un tiempo en que los cuerpos hablaban más fuerte que las almas, y las etiquetas se imponían como verdades absolutas. Así comenzó mi historia, escrita por otros antes de que yo pudiera tomar la pluma y lograra siquiera identificar mi identidad de género.
La primera de las yos era una niña a la que todos le decían que era niño. Que había nacido niño. Que tenía que comportarse como niño. Que debía jugar con niños, usar ropa de niño y hacer todo en masculino, para un día llegar a ser un hombre… hecho y derecho.
—¡Tienes toda la espalda sangrada! —le dijo Lolis al tío Pepe y la atención se dirigió sobre él.
Poco a poco le empezaron a quitar los vidrios de la espalda, cual, si deshojaran una margarita, mientras el tío Pepe con sus manos sangradas se limpiaba el bigote canoso, como burlándose de sí mismo.
Después de aquel episodio, Gina y Neto se fueron alejando de mi vida como hojas arrastradas por el viento del tiempo y sus rostros y risas se desvanecieron cuales sombras que apenas sí rozaban los bordes de mi memoria. «Tienen que vivir sus vidas», decía mamá con la serenidad de quien acepta lo inevitable, mientras yo intentaba aferrarme a los hilos frágiles de un recuerdo que se deshacía entre mis dedos.
Pitu y Lolis atravesaban la adolescencia, esa mezcla de rebeldía y efervescencia. Lolis era menor que Pitu. Guapa y delgada. Creo que estaba en la preparatoria. Decía que quería ser aeromoza y lo logró.
Mi hermana Pitu, cuyo nombre real es Nidia, quedó marcada por un apodo que se deslizaba en su vida como un eco: primero fue Pituche, y al final quedó simplemente Pitu. Ella era criadora de perros, una pasión que, en esos años lejanos, no era mal visto. Pitu vestía siempre pantalones Jordache que se abrazaban a su figura como una segunda piel, mientras su cabello corto daba pie a que —quienes nunca entienden la esencia de los demás— la llamaran marimacha. Para mí y para Vicky y Genaro, Pitu era más que una hermana; era nuestra segunda madre, nuestra defensora incansable.
Yo la seguía a todas partes, como su sombra fiel. A veces nos llevaba al autocinema en su vocho. Juntos pasábamos largas tardes en la azotea de la casa, cuidando a los más de veinte perros que convivían separados por rejas. Allí se mezclaban razas imponentes como los Gran danés, Chow chow, Pastor inglés y Pastor alemán, junto con la nobleza del Labrador, la fuerza del Dóberman y la majestad de los San Bernardo y Rottweiler. Pero también estaban los diminutos y malhumorados Chihuahua. Disfrutaba las tareas que Pitu me asignaba: alimentarlos, bañarlos, aunque muchas veces acababa distraída jugando con el agua y dejando que mi tiempo se evaporara entre risas y gotas.
Un día regresé llorando de la escuela. Todavía no terminaba de contarle a Pitu que dos niños me pegaron, ella reclamó por qué no metí las manos. Le respondí que no pude y de inmediato me preguntó casi al nivel de un grito:
—¡¿Eres niña o qué?!
Sí, yo era una niña, pero mi familia todavía no se había dado cuenta. Esperaba que cuando lo supieran me dejaran crecer el cabello y me compraran vestidos como los de Vicky.
—¡Contesta! —insistió Pitu.
—No… —respondí y de inmediato un torrente de lágrimas me traicionó, porque yo quería decirle que sí y gritar: ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Soy niña! ¿Y qué? Pero no me atreví porque sabía que no debía. No sabía por qué, pero lo sabía.
Vicky y yo solíamos jugar con sus muñecas. Un recuerdo borroso, como esos paisajes decolorados que la memoria insiste en resguardar del olvido, resuena en mi cabeza: una voz me regañó por jugar con muñecas. No sé si fue mi papá, mi mamá o Neto, pero aquellas palabras, como un eco autoritario, me apartaron de las muñecas para siempre. Desde entonces, pasé más tiempo con Genaro, aunque no siempre. En la escuela y la guardería, las niñas seguían siendo mi refugio, compañeras de juegos y risas.
—¿Y por qué te pegaron? —preguntó Pitu.
—Porque se estaban burlando de mí.
—¿Y por qué se estaban burlando de ti?
—Porque estaba cepillándole el cabello a Mónica.
—¿Y por qué le estabas cepillando el cabello?
—Porque me gusta.
—¿Te gusta Mónica?
—No. —Seguía con los ojos empapados de lágrimas—. Me gusta cepillarle el cabello.
—Eso es cosa de niñas. Tú eres un niño. ¿Me entendiste?
No. Seguía sin entender. Y la verdad, tampoco me importaba no entender. Mi universo era el de las niñas, su risa como campanas, sus juegos donde los vestidos giraban al compás del viento y las muñecas susurraban secretos. Me atraían las faldas que bailoteaban con cada paso, el cabello largo que brillaba cual cascada bajo el sol y los cosméticos. El fútbol y los juegos de niños me eran ajenos y sumamente incómodos; tierras extrañas donde nunca quise poner un pie. Nunca supe por qué. No lo comprendía. Pero en el fondo, me bastaba con saber que ese no era mi lugar.
A veces, en las tardes, me escapaba al piso de arriba, mientras mamá Tina y mis hermanas se ocupaban de los niños en la planta baja. Entraba sigilosamente a la recámara de Lolis y Vicky, como una glotona en la entrada de una pastelería encantada, y mis ojos se rendían ante el festín de cosméticos que resplandecían coquetos en el buró. Entonces, con la curiosidad de una exploradora, abría el ropero y contemplaba las faldas, los vestidos y las zapatillas como quien miraba tesoros prohibidos. Aunque ya tenía mis favoritos, siempre probaba un poco de todo, como si mi memoria fuera una pasarela que se negaba a vestir un solo traje. Cambiaba una y otra vez, evitando ser prisionera de un único atuendo, como si la vida misma no fuera más que un desfile interminable donde incluso la gala merecía ser reinventada.
Luego bajaba a la sala, donde mamá se acostaba en el sofá a ver sus telenovelas.
—Quítame las canas —me decía.
Me sentaba en una silla infantil a un lado del descansabrazos del sofá y comenzaba mi escrutinio. Y ahí estaba yo, descaradamente feliz, con los dedos hundidos en el océano ondulado de la cabellera de mi madre, Ernestina Collado, la textura misma de los días felices, esos que saben a risas y refugio, mientras el mundo afuera se desvanece en su ruido insignificante. Entre mis manos guardo no solo su cabello, sino también el perfume de su amor infinito.
Continuará… el 10 de mayo
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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