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Por Sofía Guadarrama Collado

Segunda parte

Adolfo Ruiz Cortines nació en Veracruz en 1890, cuando el porfiriato se erguía como un imperio de modernidad y opresión. Desde joven, la austeridad no sólo le definió, sino que le valió un mote que sus amigos repetían con la sorna de quien apunta una verdad incómoda: «Ruin Codines», porque era más tacaño que precavido, más miserable que mesurado. Estudió en el Colegio Jesuita, pero no terminó el bachillerato. Su formación fue errante, como quien aprende de la vida más que de los libros. Inició su carrera como ayudante de contador e ingeniero, pero la historia le tenía reservadas otras ocupaciones.

En las convulsiones de 1914, la sombra de una traición cayó sobre él. Se le acusó de haber colaborado con las tropas norteamericanas durante la invasión, pero la rumorología nunca alcanzó a derribarlo. Supo cómo silenciar aquellas voces y, sin grandes estridencias, regresó a la vida civil, navegando entre los pasillos menores del gobierno, donde la discreción es un escudo, y la paciencia una moneda de cambio.

De origen modesto, Ruiz Cortines se enamoró de Lucía Carrillo, una joven de alcurnia cuya familia consideró el noviazgo como una insolencia. Con la audacia de los desesperados, «Fito», como le llamaban entonces, ideó un ardid digno de una novela: fingió una enfermedad terminal y pidió como último deseo casarse con Lucía. La familia, conmovida por lo que parecía la agonía de un hombre al borde de la muerte, cedió. Pero el día de la boda, la fragilidad del enfermo se disipó en el júbilo de un brindis. Bebió tequila, celebró con los invitados y resucitó en un instante, dejando a todos desconcertados. La trampa había funcionado.

En aquellos años, conoció a un joven abogado con ambiciones desbordantes: Miguel Alemán Valdés. La amistad pronto se convirtió en alianza, y cuando Alemán ascendió a la gubernatura de Veracruz, Ruiz Cortines recibió la llave para abrirse camino en la política. Fue diputado, secretario general del estado y tesorero de la campaña presidencial de Manuel Ávila Camacho, organizada por su amigo Alemán.

Los favores no quedaron sin pago: años más tarde, recibió el Gobierno de Veracruz y, en el sexenio alemanista, la Secretaría de Gobernación, donde aprendió el arte de las intrigas con maestría. Su candidatura a la presidencia en 1952 no fue producto de una contienda justa, sino del dedo infalible de Alemán, que lo ungió como su sucesor. 

Por aquellos años, un joven llamado Luis Echeverría Álvarez acababa de regresar de Chiapas y Guanajuato, donde había trabajado como delegado del CEN del PRI. En el Distrito Federal estuvo a cargo de la cartera de secretario de Prensa y Propaganda del PRI nacional, durante la campaña de Adolfo Ruiz Cortines.

Su mayor adversario era Miguel Henríquez Guzmán, ex general de la Revolución, quien, según cuentan, le ganó ampliamente en las urnas. Pero el 7 de julio, la celebración de sus partidarios en la Alameda se tiñó de sangre: decenas fueron masacrados, desaparecidos en la niebla de la represión. El gobierno alemanista, con la contundencia de una decisión ya tomada, declaró vencedor a Ruiz Cortines.

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