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Por Sofía Guadarrama Collado

El pasado lunes 19 de mayo, la secretaria del Departamento de Seguridad Nacional de los EU, Kristi Noem, anunció en sus redes sociales, como quien anuncia el descubrimiento de que el agua tibia también se enfría, el primer vuelo chárter del «Proyecto Regreso a Casa». En su interior viajaban 64 inmigrantes ilegales que decidieron «autodepurarse voluntariamente» a sus países de origen, Honduras y Colombia. 

Pero el mensaje no se contentó con ser anuncio: debía ser una amenaza. «Si usted se encuentra aquí ilegalmente, use la aplicación CBP Home para gestionar su salida y recibir apoyo financiero para regresar a casa. De lo contrario, estará sujeto a multas, arresto, deportación y no se le permitirá regresar jamás. Si se encuentra en este país ilegalmente, depórtese usted mismo AHORA y preserve su oportunidad de regresar potencialmente de la manera legal y correcta».

Noem no sólo lanzaba un comunicado: entregaba el miedo en bandeja de plata, revestido de eficiencia administrativa. Un boleto de ida y una promesa de nunca volver. Y para los que marchaban, una última limosna del sistema: mil dólares para facilitar el viaje, un estipendio que intentaba maquillar el destierro con los colores del pragmatismo.

En Honduras, los retornados fueron acogidos bajo el programa «Hermano, vuelve a casa», donde recibieron 100 dólares extra, vales de comida y una vaga promesa de empleo. En Colombia, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar y el Departamento para la Prosperidad Social los recibieron con servicios sociales. Todo empaquetado, etiquetado y entregado con el tono de quien despacha carga y no seres humanos.

Nada nuevo bajo el sol. Que no se engañe nadie: las deportaciones voluntarias en Estados Unidos no son nuevas.

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