Por Sofía Guadarrama
Los cuatro años más largos de mi vida los viví en casa de la tía Lupe. Fueron años de páramo, de una soledad tan grande y una pena tan larga que un jueves en la tarde noche, sin que nadie me invitara, con la resignación de los condenados, crucé el umbral de la iglesia en la esquina de Jacarandas, Estado de México, atrás de Santa Mónica, donde estaba la guardería de mamá Tina, y sin más invitación que el rumor de mi propia desesperanza, me senté en el último banco, como quien busca refugio en la cueva de un dios distraído y escuché la misa. Otrora, se me hizo hábito y después vicio, como un opio gentil que aliviaba el peso de los días. Hice muchos amigos de todas las edades, entré en el coro, comencé a comulgar sin jamás haber tenido la solemnidad y la celebración de la primera comunión, sólo con el visto bueno del padre Jesús que bien conocía mi hábito de la lectura de la Biblia y mi pecado de robarle unas cuantas monedas a las limosnas.
—En una semana nos vamos a Estados Unidos —me anunció la tía Lupe en agosto de 1989.
Lupe no era una mala persona, pero a esa edad, a mi entender la gente mala era la que nos hace daño, y a mí ella me fracturó la vida. Mi madrina Lucha me reveló que, el día en que nací, mi madre Gloria ocultó la noticia. Solo ella, en un gesto de lealtad inexplicable, conoció de mi existencia y se aferró a la idea de rescatarme de un destino incierto. Cada vez que la angustia le mordía, le preguntaba a Gloria cuándo vendría por mí, y ella, con la facilidad de quien posterga lo inevitable, le respondía con un pronto que nunca llegaba.
Así, con el ímpetu de quien salva una vida, Lucha decidió compartir el secreto con su mejor amiga, mi tía Lupe, quien, como un vendaval, irrumpió en mi historia con la convicción de rescatarme de lo que ella creía eran las garras de mi mamá Tina, quien ya me había dado su apellido y jamás se había atrevido a romperme el corazón con una verdad que no era necesaria develar.
Pero la resistencia de Tina fue feroz. Se negó a entregarme con Lupe, asegurando que su deber era resguardarme hasta el regreso de Gloria. Lupe, obstinada, jugó su última carta y amenazó con llevar el asunto ante las autoridades. La batalla concluyó con una tregua forzada: Tina cedió, y meses después, como si su derrota la obligara a desaparecer, se fue a vivir a Cancún. Cuando le pregunté a Lupe sobre su paradero, con una certeza que me dejó inquieta, me respondió que a Puerto Vallarta.
Entonces comprendí por qué habíamos ido a ver a un señor en las oficinas de gobierno que según era mi verdadero padre. El pinche viejo ni me hizo caso. Me saludó de mano, cruzó un par de palabras con la tía Lupe y nos mandó derechito a la puerta. No quiso firmar unos papeles. Lo que quiere decir que no tenía pasaporte. Y por ello, tuve que pasar ilegalmente. Muchos años después mi tío Fernando me contó que mi padre había sido presidente municipal de Tlalnepantla y que décadas después su hijo también.
La mañana del 18 de agosto de 1989 rasguñaba las paredes de mis pesadillas. La escena se repitió, sólo cambiaron los actores y algunos factores. La primera vez era un engaño, ésa fue descaradamente honesta. A los ojos del mundo parecía una fiesta de despedida. Para mí también, pero no como suelen ser dichos eventos en los cuales se sufre por la que se va, aunque se celebra por su futuro. Ahí había un aire de regocijo comunitario. Como si dijeran: «Por fin se larga esta pinche chamaca malcriada».
Al llegar la tarde fuimos a la estación de trenes de Buenavista. Algo me decía que no me fuera, que hiciera un berrinche y gritara que me estaban secuestrando por segunda vez. Entonces le dije a la tía que no me quería ir, que me perdonara, que prometía portarme bien. Era mi última carta, no sé si era la mejor o la peor, pero me la jugué; en una de esas mis lágrimas la convencían. No estaba fingiendo. Mi llanto era tan genuino como mis plegarias. En verdad estaba dispuesta a portarme bien. Pero ella ya no le interesaba creerme. Estaba ansiosa por deshacerse de mí. Yo lo habría hecho. ¿Quieres joder a alguien?, que te aguante la vieja que te parió. Ahí entendí de dónde provenía la frase chinga tu madre.
La tía me jaló del brazo y me arrastró. Comprobé dos cosas: que ella era mucho más fuerte que yo, y que en el fondo jamás me había odiado tanto como pensaba. De ser así me habría dado una buena tunda. Jamás me puso un dedo encima. No miento. Sé que hasta el momento no he mencionado lo bueno de ella. Debí hacerlo antes.
En cuanto tomamos nuestros asientos en el vagón supe que ya no había vuelta atrás. Se me acabaron todas las cartas. Perdí la jugada y sólo me quedaba esperar. De pronto la tía Lupe me dijo algo que me reconfortó:
—Vamos una semana y si no te gusta te regresas conmigo. — La tía Lupe mintió. Se fue dos semanas después… Sin mí.
El viaje duró toda la tarde, toda la noche y parte de la mañana. Llegamos a Matamoros. Hacía un calor del carajo. Al llegar, nos recibieron Gloria y Laura, de dieciséis años de edad. No se parecía a la niña de la foto. Se veía mucho mayor. Yo tenía apenas 13. El trato fue bueno. No hubo malas caras. Luego fuimos a la casa de un señor llamado Porfirio Palomo quien se iba a hacer pasar por mi papá y me pasaría la frontera con documentos ajenos.Y así, a media noche pasamos frente a un letrero en la carretera en el que se leía: Welcome to Corpus Christi.
Llegamos a la casa de Gloria. Porfirio y ella hablaron por unos minutos. En cuanto entramos, Gloria me mostró el lugar, el cual era pequeño, y me explicó que se le llamaba town house. Era un rectángulo muy estrecho. Al cruzar la puerta de la entrada, a la izquierda se encontraban dos columnas de cajas; en ese mismo lado estaba una escalera recta; a mano derecha estaba la sala; el comedor en el centro, muy pegado al sillón; y la cocina al fondo. Arriba había una habitación y el baño. Sólo había dos camas, las de ellas. No había espacio para una más. O por lo menos así me lo dijeron y me designaron el sofá por los siguientes tres años, pues apenas cumplí los dieciséis, me salí de su casa. Nuestra historia, aunque muy larga y compleja, se resume en incompatibilidad, resentimiento y silencios ahogados. Laura nunca quiso ser mi amiga, Gloria siempre estaba ocupada trabajando y yo seguía añorando mi casa en Santa Mónica, aquel paraíso perdido en mi memoria.
Un día no soporté más y reclamé las injusticias. Sin darme cuenta, mi boca escupió adjetivos inesperados. Ya enardecida deshilache mis incomodidades, desempaqué mis penas, solté frases hirientes, arrojé verdades insoportables, desenmascaré mi repudio. Mis palabras tenían mucha dinamita y la tolerancia de Gloria una mecha muy corta; así que para callarme me tapizó la cara a cachetadas. Una, dos, tres, otra y otra, mientras yo caminaba en reversa y me tapaba la cara y ella gritaba:
—¡Ya me tienes harta, harta, harta! —Hasta que llegué al retrete.
Si alguna vez me pregunté qué necesitaba para huir, en ese momento tuve la respuesta: unas buenas cachetadas. Gloria se fue a su recámara, azotó la puerta, y de pronto apareció en la entrada del baño Laura para lanzar su granada:
—A mí jamás me ha pegado. —No sonrió porque sabía que así tronaría mejor la pólvora de sus palabras.
Ya no sabía si lo que pretendía hacer era huir o liberarme. ¿Quería escapar del purgatorio para entrar al infierno? ¿Brincaba o esperaba a que me empujaran?
Al día siguiente intenté hablar con Gloria, pero no encontraba el momento preciso. En cuanto oscureció entré a su recámara.
—Ya no quiero vivir aquí —le dije y las piernas me temblaron.
—¿Y qué piensas hacer? —me preguntó sentada en la orilla de su cama, serena, con sus lentes para leer al nivel de sus fosas nasales, evadiendo las miradas. Sabía que quería mostrarme que las cuentas que estaba haciendo eran mucho más importantes que lo que le estaba diciendo.
—Jorge va a rentarme un cuarto —mentí. Todavía no le había dicho nada a Jorge (dueño del lugar donde trabajaba). Ni siquiera tenía idea de lo que me respondería. Bien podía haber hablado con él antes de hacerlo con Gloria, pero corría el riesgo de que él se negara y me quedara con las intenciones de salirme de la casa de Gloria. Así que pensé que lo mejor era cortar los cables de un solo machetazo. Entonces pensé llegar con Jorge con un plan de contingencia. Si lo primero no funcionaba le diría que me habían corrido de la casa. Y ahí habría de dos sopas: que me aceptara o que me mandara por un tubo. De cualquier manera, no pensaba seguir en casa de Gloria.
—Está bien —respondió indiferente—, pero sé que volverás.
«Pues ahora, menos», pensé enfurecida. Sé que en el fondo quería que me pidiera que no me fuera o que me prometiera que podíamos intentarlo. Vamos, ¿no es eso lo que una espera de su madre? Mi vida, yo te parí, te vi nacer, te amamanté. No pude esperar más de lo que acababa de escuchar. Éramos dos desconocidas que habían tenido que vivir juntas, como roomies, poco más de tres años.
Mi salida de la casa de Gloria fue como si me fuera de vacaciones. Otra vez. Ella me llevó al lugar donde trabajaba para que no tuviera que ir por la calle con mi ropa guardada en cajas de cartón. Las subió a su camioneta, tranquila, despreocupada, como una madre que lleva a su hija a la casa de alguna amiguita que le ha invitado a un campamento el fin de semana. Al llegar al taller, me ayudó a bajar mis cosas y se despidió de mí con la seguridad de que pronto, al cruce del primer torrente que me diera una revolcada por la vida, volvería a su casa con la cola entre las patas. No lo hice jamás.
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