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Por Sofía Guadarrama Collado
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Hay infancias condenadas a crecer con un nudo. La mía estaba trenzada con culpa. En un país donde la normalidad es una ficción disfrazada de costumbre, crecer sintiéndose avergonzada no era excepción sino requisito. En el catálogo moral de la infancia, el pecado innombrable —ese que no se dice, pero se castiga con miradas, silencios y bromas escolares— se aprende antes que las tablas de multiplicar. 

Y yo aprendí temprano, que aquello que sentía era malo, lo peor que alguien podía sentir o hacer: una vergüenza, un acto innombrable, el peor de los secretos. Vivía con el miedo tatuado en la espalda: ¿y si alguien me descubría?, ¿qué dirían en la escuela, en la iglesia, en la tienda de la esquina?, ¿qué haría el mundo con mi verdad? Me lo preguntaba con la angustia de quien quisiera ser invisible, o al menos, normal. Pero no lo era. Y eso, aunque lo callara, me hacía daño. Porque la condena no necesita pruebas, basta con parecer distinta. Así, el clóset no era mueble, sino celda portátil con balas rebotando sin salida.

En los años ochenta, cuando no había redes sociales y Google aún era una entelequia que no nos resolvía la identidad en tres clics, el silencio era el principal motor de la supervivencia. Las dudas no se disipaban; se acumulaban como el polvo bajo la alfombra de la decencia. Cientos de veces me prometí que me llevaría ese secreto a la tumba, pero los secretos pesan. Pesan más que el cuerpo, más que las palabras que una no se atreve a pronunciar. El recuerdo de aquellos años aún me hace temblar. 

En 1990, cuando vivíamos mi madre, mi hermana y yo en Corpus Christi, Texas, el destino —que a veces da y otras golpea— nos regaló la oportunidad de alquilar una casa pequeña en la avenida Louisiana, a dos calles del mar: último espacio disponible para los secretos. El costo de las viviendas alrededor era muy alto para los ingresos de mi madre, pero ahí estaba esa casa vieja y noble, respirando salitre a un precio accesible, como una bendición. 

El mar y su brutal honestidad cambiaron mi vida. Llevaba un año viviendo en aquella ciudad, pero desde Staples Street, no era tan sencillo ir a saludar a su Majestad, el Señor Mar, el único rey de este planeta. Desde que nos mudamos todas las tardes, al margen de las buenas costumbres vecinales, caminaba a la orilla del mar —una costa rocosa— donde me quitaba los pantalones y la sudadera, los guardaba en una mochila y caminaba vestida con la ropa vieja que mi hermana —tres años mayor— había arrumbado en el garaje y que yo había rescatado en secreto. Me liberaba como quien escribe su nombre sobre la arena, sabiendo que la marea lo borrará. Mi madre, probablemente enterada, optó por la pedagogía del silencio y la transferencia de responsabilidades: me llevó a un taller de llantas para que comenzara mi vida laboral. «Aquí les dejo un niño, regrésenme un hombre», le dijo. 

«Y si no puedes con ellos, únete a ellos», dice el refrán. Sucedió lo que ocurre cuando las aberraciones se normalizan: me volví lo que el mundo pedía: transfóbica y homofóbica, a la medida del silencio, sin insultar, sin alzar la voz, pero alejándome de todo lo que me recordaba lo que yo era y aún no sabía cómo aceptar, porque según las creencias populares que me inculcaron, la jotería se pegaba como se contagia una gripa. Pero yo no era joto ni maricón… ni hombre… No encajaba en ninguno de esos moldes. Tampoco sentía atracción hacia los hombres. Y eso lo hacía más complicado de entender, pues mi conflicto era que no me identificaba como hombre y mucho menos como hombre homosexual. Ni siquiera entendía lo que era ser hombre. Me aburrían sus chistes, su forma de ser, su forma de hablar, sus juegos y sus códigos, como si fuera una extraterrestre. Aun así, viví con el disfraz de hombre pegado a mi piel durante 34 años. 

Me concentré en estudiar, en escribir, en trabajar, en construir un matrimonio feliz, excepto por el detalle minúsculo de que fue a costa de mí misma. Hasta que un día, puse en la sala de la casa la película Boys Don’t Cry, protagonizada por Hilary Swank. Cuando terminó, le pregunté a mi esposa qué opinaba de Brandon Teena y respondió empática. Entonces, creí que el camino estaba libre para salir del clóset y le conté sobre mí. Lloró. Intentó entenderlo, me guardó el secreto y me acompañó en el inicio de mi tratamiento hormonal durante cinco años, en los que mi cuerpo cambió, mi rostro se feminizó y nuestro matrimonio terminó.

La víspera de Navidad de 2015 me encontró tambaleando entre la cuerda floja de la vida y la muerte. Me senté en el clóset, literal y metafóricamente. Lloré toda la noche. Pensaba quitarme la vida. No lo hice. No me atreví. No me atreví. Y eso, hoy lo sé, fue lo más valiente que he hecho. Llevaba seis meses en proceso de divorcio. ¡Caramba! ¡Todos los divorcios son difíciles! Tortuosos. 

Pero lo más difícil era otra cosa: decidir si iba a vivir siendo por fin quien en realidad era o continuaría con la pantomima. Tenía diez libros publicados, un nombre en ascenso y un prestigio que cuidar. En México no había escritoras transgénero. Eso no es lo que se espera de las y los intelectuales. Eso, en los códigos de la buena moral, me haría transgresora.

El 26 de enero de 2016, hice lo impensable: fui honesta con el mundo. Escribí un correo a mi editora y le solicité una reunión urgente con el director general, el director de marketing, la encargada de prensa y la directora editorial. Llegue con la cara maquillada y ropa de mujer. Entre lágrimas les confesé que yo no era un hombre y que nunca lo había sido. Me ofrecieron su solidaridad, más no todos lo hicieron de manera genuina, con el paso del tiempo, hubo quienes seguían dirigiéndose a mí con adjetivos masculinos.

Hice lo mismo en mis redes sociales y me cayó una tempestad de burlas, distanciamiento y el morbo como termómetro cultural. Los lectores huyeron. Los amigos, familiares y hasta escritores se evaporaron. Las ventas de mis libros bajaron. Y por si fuera poco al año siguiente vendieron la editorial a un gigante, donde mi suerte empeoró muy lentamente, de forma imperceptible, hasta disolver mis derechos en laberintos burocráticos. 

En la actualidad, la discriminación hacia las personas como yo no llega con pancartas y piedras: llega con omisiones. En público ondean la bandera de la diversidad —pues es políticamente correcto y comercialmente rentable—, en privado apartan la mirada, cierran puertas sin explicación, bloquean oportunidades sin justificación. Nadie te insulta, pero tampoco te invitan. Nadie te expulsa, pero te ignoran. Nadie te prohíbe, pero no te promueven. Así la civilizada opera de la exclusión del siglo XXI: con filtros de cortesía y algoritmos de indiferencia. 

Mi transición fue un filtro: se quedaron los afectos genuinos y se fueron los nombres decorativos. Algunos, lanzando insultos. Agradezco a quienes siguen aquí. A quienes se alejaron, los entiendo. No los necesito.

En varias ocasiones, algunos reporteros me han preguntado si mi forma de escribir cambió con mi transición de género. Después de hacer pública mi identidad de género, en mi vida casi todo cambió, menos mi esencia, mi forma de ser y mi escritura. Siempre fui yo, sólo que antes utilizaba disfraz. Sigo siendo yo. Sólo que más honesta y más libre. 

Hoy lo digo sin temor al arrepentimiento. Cambiar de género no es sencillo. Requiere más valor de lo que imaginé. Pero es lo mejor que he hecho. Y aunque aún me hiera la exclusión, aunque algunas puertas nunca vuelvan a abrirse, tengo la certeza de que este es el camino correcto: el mío. Mi cuerpo. Mi historia.

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@SofiGuadarramaC

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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