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Por Sofía Guadarrama Collado

Tercera parte

El verdadero responsable de la matanza del 68:

El entusiasmo de Gustavo Díaz Ordaz por las Olimpiadas no fue el de un estadista emocionado por el brillo internacional, sino el de un hombre asediado por preocupaciones. Sabía que los ojos del mundo estarían puestos sobre México, que miles de extranjeros recorrerían sus calles, y que cualquier titubeo en la estabilidad del país sería amplificado bajo los reflectores de la prensa internacional. Su prioridad no era el espectáculo deportivo ni la celebración de una justa global, sino el blindaje de la nación contra cualquier amenaza, real o imaginada.

Desde el primer año de su gobierno, Díaz Ordaz tanteó la posibilidad de renunciar a la sede olímpica. Consultó a empresarios, funcionarios, asesores financieros y estrategas de imagen. Todos coincidieron en lo mismo: declinar la organización de los Juegos podía ser un desastre para la credibilidad del país en los círculos bancarios internacionales y comprometer la economía interna. México debía cumplir con su papel, aunque ello implicara riesgos.

Mientras el presidente combatía su propia incertidumbre, la universidad se incendiaba en sus propias batallas. En 1966, la UNAM se convulsionó ante la reforma educativa que eliminaba el pase automático y establecía exámenes de selección sin distinciones. La comunidad estudiantil, furiosa, se levantó en protestas, y en medio del torbellino, el rector Ignacio Chávez se vio forzado a renunciar. Lo reemplazó Javier Barros Sierra, un hombre de principios que, en el sexenio de Adolfo López Mateos, había ocupado la Secretaría de Obras Públicas y había acumulado desencuentros con Gustavo Díaz Ordaz en su etapa como secretario de Gobernación.

Las tensiones, lejos de apaciguarse, se incrementaron. La sociedad mexicana, atrapada entre la ilusión olímpica y la realidad de la represión, avanzaba hacia un desenlace que Díaz Ordaz intentaba evitar con disciplina obsesiva. La seguridad, el control, el miedo. Así se escribía la historia en los días previos a los Juegos de 1968.

Según la versión oficial, Javier Barros Sierra resolvió todas las demandas estudiantiles que precipitaron la renuncia de Ignacio Chávez, dejando implícito que las manifestaciones en las calles carecían de justificación. Pero la historia, lejos de ser un relato estático, avanzaba con la inercia propia de la inconformidad.

El 22 de julio de 1968, en un episodio aparentemente insignificante, estudiantes de la Vocacional 2 del Instituto Politécnico Nacional y de la Preparatoria 1 de la UNAM convirtieron una riña futbolística en un pleito callejero. El llamado a la autoridad del IPN para contener la disputa desembocó en una represión desproporcionada, un castigo que reveló, con toda crudeza, la fragilidad de los derechos juveniles ante la maquinaria del Estado.

El 23 de julio se publicaron dos fotografías en El Universal que el fotógrafo Elías Chávez capturó y que, sin pretenderlo, se convirtieron en un testimonio de un país en llamas. Era una escena de callejón sin salida: cuatro granaderos acorralaban a un joven estudiante del Instituto Politécnico Nacional, quien con las manos intentaba protegerse de los culatazos, era Ernesto Zedillo Ponce de León, entonces un alumno de la Vocacional 5 del IPN, e integrante de la Agrupación Emiliano Zapata, un grupo estudiantil moderado que, sin embargo, no escapó a la tormenta del 68.

Lo que la fotografía inmortalizó no fue sólo el instante de una agresión, sino el cruce de caminos entre la historia personal y la historia de una nación. Aquel joven que enfrentaba la represión años después se convertiría en presidente de México. Y en la paradoja de la vida, su destino estaría enredado con el de un país que, en 1968, aprendió que el Estado podía mostrar su rostro más implacable cuando se sentía amenazado por sus propios hijos.

La tensión no tardó en escalar. A solicitud del regente del Distrito Federal, Alfonso Corona del Rosal, el 29 de julio la capital recibió un desfile de advertencias bélicas: tanques ligeros, jeeps con bazucas y morteros. El Ejército se apostó frente a la Preparatoria 1, bajo el mando del general José Hernández Toledo. La diplomacia cedió el paso a la brutalidad: un disparo de bazuca contra la puerta marcó el inicio de la ofensiva. Granaderos y soldados irrumpieron con la precisión implacable de una fuerza destinada no a controlar, sino a castigar. Los estudiantes fueron aprehendidos, y con ellos, la certeza de que la violencia del poder ya no buscaba razones, sino ejemplos.

Ante el estruendo de la represión, Javier Barros Sierra y Agustín Yáñez, secretario de Educación Pública, pactaron el cierre temporal de preparatorias y vocacionales. Barros Sierra, cuya trayectoria como secretario de Obras Públicas en el sexenio de Adolfo López Mateos lo había colocado en una relación tensa con Gustavo Díaz Ordaz, se enfrentaba nuevamente al presidente, esta vez en un escenario donde la diplomacia no bastaba. En 1966, cuando Ignacio Chávez dejó la rectoría de la UNAM, Díaz Ordaz aceptó la llegada de Barros Sierra como un gesto conciliador, intentando limar asperezas derivadas de la precandidatura presidencial de 1963. Pero la UNAM no era un terreno fácil de apaciguar, y la crisis de 1968 demostró que los acuerdos políticos, por sólidos que parezcan, pueden resquebrajarse ante el peso de los intereses personales.

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