Por Sofía Guadarrama Collado
Desde el umbral de aquel México que amanecía bajo el rostro reformista de López Mateos, el eco lejano de una isla en armas susurró al corazón de los jóvenes mexicanos: «Che vive». Como un fantasma —mitad Prometeo, mitad Quetzalcóatl—, caminaba entre sueños y promesas, con la mirada encendida por utopías imposibles. Ernesto «Che»Guevara irrumpió con fuerza en el imaginario de la izquierda latinoamericana, enredada entre lo que fue y lo que sería. En esta etapa, marcada por debates, artículos incendiarios y jóvenes encendidos por el verbo revolucionario, la imagen del «guerrillero heroico», inmortalizada por la fotografía de Korda, se convirtió en estandarte de una fiebre dulce: la de querer cambiar el mundo con una idea, con una figura, con una herida abierta en forma de revolución. No fue sólo una foto, fue una declaración generacional, replicada en tela y tinta, que confirmó cómo el símbolo, más que el discurso, se volvió trinchera política. Y así, entre lluvias de nostalgia y profecías de café, el Che se hizo leyenda sin pedir permiso, una leyenda que cruzaba la selva, los libros y las calles sin ser del todo real, pero tampoco del todo imaginaria.
Tras el triunfo de la Revolución Cubana, la isla despertaba entre los escombros del viejo régimen, y Guevara fue puesto como encargado de los fusilamientos de la prisión llamada «La Cabaña». Más que comandante, parecía un personaje de tragedia griega, supervisando juicios sumarios y ejecuciones de personas asociadas con el régimen de Fulgencio Batista (militares, policías y civiles). Los juicios, sin ambigüedades, breves como un suspiro, y las ejecuciones culminaban en silencio. Las cifras permanecen suspendidas como ecos: cerca de 180 sentencias de muerte emitidas sólo en La Cabaña, y de acuerdo, el libro La máquina de matar de Nicolás Márquez, con testimonios recopilados por el mismo, llegaron a ejecutarse en total unas 1500 personas bajo las órdenes de Guevara. Desafortunadamente, para muchos, «una muerte es una tragedia, un millón es una estadística».
El Che Guevara impulsó la creación de un campo de trabajo forzado establecido a principios de la década de 1960. Guanahacabibes era el simulacro perfecto del nuevo pacto social, centro de trabajo forzado, el precursor de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), donde fueron internados sin juicio ni apelación posible disidentes, voces disonantes, homosexuales, personas religiosas y otras minorías consideradas «no aptas» para el nuevo régimen. Allí, en condiciones inhumanas, las oraciones eran castigadas, los amores censurados y el alma, reeducada a golpes. El silencio se amontonaba en las esquinas y los nombres desaparecían al cruzar el portón. Guevara vigilaba ese espacio, convencido de que el nuevo sol no debía alumbrar sombras disidentes.
En uno de esos días sin cielo, dejó escapar una sentencia que dolía como un disparo: «debemos eliminar todos los periódicos; no podemos hacer una revolución con prensa libre. Los periódicos son instrumentos de la oligarquía…» Y así, la palabra libre se convirtió en clandestina, como si pensar fuera un crimen contra la utopía. En la capital, los periódicos dejaron de hablar. Un día, sus letras se evaporaron como rocío. Y desde entonces, los reporteros escribieron en servilletas ocultas bajo los colchones de los sueños. Sentenció: «es criminal pensar como individuo», con la misma ligereza con la que se refirió a las personas homosexuales como «pervertidos sexuales» y «decadencia burguesa», como si entre los pobres sólo imperara la heterosexualidad.
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